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En los albores de la iglesia cristiana, en un tiempo en que las comunidades de fe no eran estructuras definidas por un cuerpo irrevocable de doctrinas inamovibles, sino, más bien, asociaciones que se reunían en torno al recuerdo de Jesús y sus enseñanzas, en la búsqueda de implementar el amor en sus relaciones cotidianas, esas comunidades eran caracterizadas generalmente por el ensayo/error, que fue definiéndolas y redefiniéndolas dentro del entramado social de los contextos políticos, religiosos y culturales, y se les reconocieron, una y otra vez, por ser caminantes, no por ser un bloque estático de creencias absolutas, sino por ser una universalidad dinámica de experiencias.
En cada paso Dios iba ocurriendo. Para ellos y para quienes presenciaban el camino en acción que ellos estaban modelando, la divinidad iba ocurriendo. A medida que andaban las sanidades, físicas y del alma, las liberaciones de las psicologías, y la esperanzas de construir un mejor futuro, lleno de los valores del “reinado de Dios” del que tanto hablaba ese Jesús que los juntaba, se hacían lugar. Incluso se notó progresivamente, comenzaron a decir, los que los veían caminar desde afuera, que estaban “trastornando el mundo”. Entre las torpezas de quienes aprendían a recorrer las huellas de un maestro también caminante, también aprendiz de la vida, también susceptible del asombro y de las decisiones, se presenciaba el cristianismo que dio a luz al evangelio escrito que nosotros estudiamos hoy.
A veces se nos olvida que la escritura de las versiones de ese evangelio, los cuatro registros que llegan hasta nosotros, de la vida y los dichos de un maestro inconforme nombrado Jesús, oriundo de una aldea sin importancia, conocida como Nazareth, no se dio de una forma mágica, con el dedo de Dios moldeando las letras en un papiro “sagrado”, sin incidencia contextual y libre de los ciclos y los sistemas sociales. La idea de la inspiración divina nos ha llevado a imaginar un lazo fantástico de ocurrencias en las que Dios poseyó las plumas de los escritores “obligándolos” a usar palabras estrictamente correspondientes a su mensaje.
En realidad, fue en las experiencias del camino que Dios se iba imprimiendo en el corazón de las comunidades. Ellas se escribieron a sí mismas, llenas de Dios, en las cartas y en las versiones del evangelio, desbordando en los registros, la acción ejemplar, vivificante y transformadora del Jesús abatido que las encarnaba y se hacía resurrecto en ellas, las resucitaba, las llenaba poco a poco de amor por el otro; a veces, se notaba ese amor por lo menos en la intención, en las ganas de intentarlo, en la invitación a “soportar” al otro.
Ese “amor” y ese “soportar al otro” escasean en nuestra versión contemporánea de comunidades de fe. Hemos enmarcado el camino limitándolo. Difícilmente lograremos comprendernos a nosotros mismos como seres humanos, difícilmente terminamos de conocernos por completo particularmente, en diferentes momentos logramos saber algo nuevo al respecto de nosotros mismos, y, por alguna razón, hemos dado por sentado que ya sabemos todo lo que tenemos por entender de Jesús, que todo lo que él tenía por aportar a nuestras vidas personales y colectivas ya está puesto sobre la mesa.
Hemos formulado todo lo que creemos saber de él en paquetes de “salvación” que mutilan los evangelios. Del nacimiento brincamos a la cruz y de la cruz a la resurrección como si no hubiese un camino intermedio de aprendizajes y transformaciones ocurridas en Jesús. Los planes de “evangelismo” se estandarizan brindando pasos para una oración que por arte magia te hace poner un pie en el cielo. Se sistematizan cifras por millares de personas “salvas” que se han “conquistado”, en acciones instantáneas, muchas veces masivas, de evangelismo, como si las personas fueran números, como si las historias particulares, en toda su complejidad, se redujera a eso, a tres o cuatro o cinco pasos, limitados al nacimiento, la muerte y la vuelta a la vida, y una oración.
Y del camino, del ensayo/error, de la posibilidad, de equivocarse y retomar, así como se equivocaron los seguidores del maestro, equivocaciones que nos permiten un cuerpo de enseñanzas invaluables, de las preguntas, así sean incómodas, del no estar de acuerdo con el Status Quo, queda poco.
Queda muy poco también de esa voz latente del campesino de Nazareth que se atrevió a decir “escucharon que fue dicho… pero yo les digo”, y claro, ya escucho los reclamos “es que él es Jesús, él es Dios”, y sí, lo era, lo es, aunque se nos olvida que el Dios invisible se comprende solo por medio de la humanidad restaurada (“el segundo Adán”) visible, de la encarnación del logos hecho experiencia individual y social, y que esa persona de Jesús, por lo menos en nuestro horizonte cristiano es “la medida del varón perfecto”, nuestro “ejemplo a seguir” es lo que él hizo, como él pensó, la manera en que él se comportó con el otro. Y no solo el otro marginado, también el otro representante de las estructuras religiosas a los que cuestionó, a los que exhortó, a los que corrigió, a los que invitó a nacer de nuevo. Es de sus tradiciones y de sus voces que él propone el “oyeron que fue dicho… pero yo les digo”.
Veo levantarse una realidad eclesial diferente, tal vez por los contextos en que existimos, la incidencia de las redes sociales, la democratización y el acceso al conocimiento, esas realidades que moldean nuestra cosmovisión actual que moldean nuestras psicologías. Veo levantarse, conmigo, inconformes de los marcos doctrinales. Veo una generación de personas hostigadas de un evangelio estático y sin vida, acoplado, resignado, a veces estéril. Y no hace falta aclarar que no todos lo viven así, está claro que hay remanentes, oasis en medio del desierto, pero, por un lado, es necesario que todos se dejen, nos dejemos, de creer el remanente “del cielo” y, por el otro, que todos se empiecen, nos empecemos, a mirar de manera crítica, a reconocer y corregir lo que hemos hecho mal.
Y me lleno de preocupaciones y esperanza, preocupación porque no se pierda el espíritu, porque no se caiga en la pasividad del conformismo, por ser creativos y actuar, porque el hostigamiento los lleve, nos lleve, a la transformación de las realidades de la iglesia, la de nuestro tiempo y la venidera, a la transformación de las realidades de nuestra sociedad, la de nuestro tiempo y la venidera.
Recuerdo el reconocimiento de antaño “los del camino, los que caminan, los de ese camino”, reflexionando acerca de Jesús como caminante. En el camino que él recorrió, en medio de las normalidades propias de su tiempo, su familia lo tomó por loco, los fariseos decían que pertenecía al reino de Belsebú, sus compañeros aldeanos en Nazareth, familiares y personas con las que seguramente creció persiguiendo gallinas, lo quisieron matar por lo que predicaba.
Sin embargo caminó hasta la muerte dolorosa y maldita de la cruz, convencido de que su misión estaba en la liberación de las personas, en su sanidad, en brindarles esperanza. La esperanza de nuevas posibilidades de bienestar, a base del amor, conviviendo con el otro y en contraposición a sistemas de valores donde primaban la acepción de personas, las diferencias segreguistas y la clasificación de las personas en valores socioeconómicos.
Es en el camino donde Dios ocurre, donde sigue ocurriendo. Es en el camino donde el evangelio se sigue escribiendo en el corazón de la humanidad. Una humanidad que sigue caminando sin rumbo en medio de la desesperanza, es en el camino donde la esperanza se hace acciones cotidianas del reinado de Dios. En el camino de un carpintero hostigado que se hace carne en nuestro logos, que se hace logos en nuestra carne, que nos invita a caminar con él mientras camina con nosotros y sigue ocurriendo mientras seguimos caminando.
Sobre el autor:
Tomas Castaño es colombiano, Comunicador Social, defensor de derechos humanos en la ciudad de Medellín Colombia, Director del documental "Él Entre Nosotros", Esposo de Sara y Padre de Ariel..
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