Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina |
Muchos años han transcurrido desde que esos titanes de la Palabra que
fueron Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera enriquecieron nuestra
lengua castellana, el primero, con su bella versión de la Biblia, y el
segundo, con su prolija revisión de la obra de aquél. Muchos de nosotros
recordamos todavía y citamos de memoria nuestros textos favoritos según
la revisión de 1909 que, aunque distante ya de los giros típicos del
Siglo de Oro de las letras españolas, cuenta todavía con la sonoridad
que Reina y Valera supieron imprimirle.
Durante más de cuatro siglos la versión de Reina y Valera ha sido,
literalmente, la reina de las hasta hace poco escasas versiones
españolas de la Biblia. Tal reinado, sin embargo, ha sido
circunstancial. Recordemos que la lectura de la Biblia se ha efectuado
desde las ‘‘catacumbas’’ del protestantismo, y que sólo después del
Vaticano II se ha generalizado entre la grey católica, donde ha habido
un verdadero ‘‘boom’’ de traducciones bíblicas: Nacar-Colunga (N-C),
Bover-Cantera (B-C), Biblia de Jerusalén (BJ), Ediciones Paulinas (EP),
Biblia Latinoamericana (BLA), Nueva Biblia Española (NBE), Biblia del
Peregrino (BP), etc. Del lado protestante, hay que mencionar algunas
versiones del Nuevo Testamento, como la Versión Hispanoamericana (VHA) y
la Biblia de las Américas (BA), revisiones de Reina-Valera (RV), como
la de 1960 (RVR 1960), la Reina-Valera Actualizada (RVA), 1995 (RVR 1995), Reina Valera Contemporánea (RVC)(2) y dos
traducciones de toda la Biblia: la versión Dios Habla Hoy (DHH) y la
Nueva Versión Internacional (NVI).(3)
Ante esta miríada de versiones de la Biblia, no faltará quien se
pregunte: ‘‘Si es verdad que la Biblia es la Palabra de Dios, ¿cuál de
todas estas versiones es esa Palabra?’’ La respuesta puede parecer
desconcertante: todas ellas en conjunto, y ninguna de ellas en
particular.
‘‘Pero ¿cómo puede ser eso posible?’’, objetará alguien más. Y la
respuesta es que debemos entender que cuando confesamos que la Biblia es
la Palabra de Dios, no estamos limitando el sentido de ‘‘palabra’’ a la
simple unidad fónica o léxica, hablada o escrita. No. De ninguna
manera. La ‘‘palabra’’, en relación con Dios, aunque humana, es también
divina; y aunque divina, es también humana. Y la Biblia, como Palabra de
Dios, es algo más, mucho más, que una etiqueta pegada a un objeto.
Tal vez dos metáforas bíblicas puedan ayudarnos a entender este
aparente problema: la confusión lingüística que tuvo lugar en Babel, y
la perfecta comunicación que tuvo lugar aquel glorioso día de
Pentecostés. En el primer caso, la soberbia del hombre por ‘‘hacerse un
nombre’’ fue la causa de que una sola lengua llegara a ser fuente de
confusión;en el segundo caso, el deseo ferviente de los discípulos por
‘‘proclamar…las maravillas de Dios’’ hizo el milagro de que muchas voces
en muchos oídos comunicaran un solo mensaje.
¡He aquí una más de las muchas maravillas de Dios!
Dice el autor de la Carta a los Hebreos en el principio mismo de su discurso (1.1, NVI):
Dios, que muchas veces y de varias maneras habló a nuestros antepasados en otras épocas pormedio de los profetas, en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo.
Como podemos ver, Dios, entre los múltiples modos en que se ha
comunicado con el hombre, parece haber mostrado siempre una clara
preferencia por el lenguaje. Pero el lenguaje es rico en significado, y
aunque se vale de las palabras, éstas no agotan tal carga de significado
en su sentido primario y referencial. Con esto quiero decir que aunque
‘‘árbol’’, por ejemplo, ciertamente significa una ‘‘planta perenne, de
tronco leñoso y elevado, que se ramifica a cierta altura del suelo’’ (si
hemos de atender a la definición que de tal vocablo nos da el
diccionario de la Real Academia de la Lengua), cuando asociamos este
vocablo a otros, tal asociación activa un mecanismo que produce nuevos
significados. Si así no fuera, todas y cada una de las palabras en todas
las lenguas de este mundo tendrían un solo significado, y todos los
libros que se han escrito y todos los discursos que se han pronunciado
dirían una y la misma cosa. Sin embargo, las bibliotecas existentes, y
los salones de clase, y los sermones dominicales, y las charlas de café,
y hasta los chistes (¡sobre todo, los chistes!) nos muestran que una
sola palabra tiene dos, o tres, y hasta más, significados. Además, la
historia del lenguaje nos demuestra que las lenguas cambian con el
tiempo, de modo que si en los días de Cervantes ‘‘de espacio’’
significaba ‘‘a cierta distancia’’, ahora ‘‘despacio’’ puede significar
‘‘quedo’’ o ‘‘lentamente’’, sin que podamos explicarnos, al menos no con
facilidad, tal distancia de sentido.
Este cambio constante del lenguaje nos lleva a prestar atención a
estas aparentes sutilezas, las cuales cobran gran importancia cuando se
trata de entender hoy el mensaje de siempre.
El texto de la Carta a los Hebreos citado antes nos dice que a través
de la historia Dios ha estado procurando establecer comunicación con el
hombre ‘‘muchas veces y de varias maneras’’. ¿Por qué ‘‘muchas veces’’?
Porque ha estado hablándoles a generaciones distintas y distantes. ¿Por
qué ‘‘de varias maneras’’? Porque cada grupo humano, y cada persona,
tiene su propia manera de hablar y de entender. De modo que si Dios
quiere realmente comunicarse con cada hombre –y, en efecto, quiere
hacerlo y lo hace–, tiene que echar mano de todos sus recursos
comunicativos. Lastimosamente, del hombre no se puede decir lo mismo, ni
en su comunicación con Dios ni en su comunicación con sus semejantes.
Con esta breve visión de los cambios lingüísticos a través del tiempo
y del espacio tal vez podamos ver ya la necesidad de las varias
traducciones de la Biblia. Por ejemplo, cuando el lector del siglo 16
leía: ‘‘¿Son estos todos los mozos?’’ (1 Samuel 16.11), seguramente
entendía que la pregunta de Samuel a Isaí tenía que ver con los hijos de
este último; hoy día, sin embargo, no pocos lectores se preguntarían
por qué Samuel le preguntaba a Isaí acerca de sus ‘‘criados’’ o
‘‘meseros’’. Malos entendidos como éste hacen necesario contar con
nuevas versiones de la Biblia, como la versión Dios habla hoy, que en
este caso traduce: ‘‘¿No tienes más hijos?’’.
Hay casos, como el de Génesis 1.14, en que los términos no son tanto equívocos cuanto arcaicos:
Haya lumbreras en la expansión de los cielos (RVR 1960).
Que haya luces en la bóveda celeste (DHH).
Que haya luces en el firmamento (NVI).
En algunos otros, los términos en el texto original son ricos en
sentido, y difícilmente una sola palabra bastaría para reflejar toda su
riqueza de significado. Sin embargo, y a pesar de las limitaciones
lingüísticas que alguna lengua particular pudiera tener, siempre podrán
hallarse términos más aptos que otros para que la nueva traducción
exprese con mayor fuerza el sentido del original. Veamos, por ejemplo,
el Salmo 136:
Alabad a Jehová, porque él es bueno,
porque para siempre es su misericordia (RVR 1960).
Den gracias al Señor, porque él es bueno,
porque su amor es eterno (DHH).
Den gracias al Señor, porque él es bueno;
su gran amor perdura para siempre (NVI).
Hay otros casos en que la fuerza del original demanda un cambio en la
retórica de la palabra, frase o discurso que se traduce. Ejemplo de
ello es el capítulo 1 de Isaías, de donde tomamos sólo el versículo 12:
¿Quién os demanda esto de vuestras manos, cuando venís a presentaros delante de mí para hollar mis atrios? (RVR 1960)
Ustedes vienen a presentarse ante mí, pero ¿quién les pidió que pisotearan mis atrios? (DHH)
¿Por qué vienen a presentarse ante mí? ¿Quién les mandó traer animales para que pisotearan mis atrios? (NVI)
La Biblia es también poesía. Aproximadamente una tercera parte del
Antiguo Testamento ha sido escrita en forma poética. Si deseamos
acercarnos más al sentido poético del texto bíblico, resulta
indispensable contar con una o varias versiones que intenten reflejar
tal carácter.
He aquí una pequeña muestra del Cantar de los Cantares (6.10), donde
dos versiones han trascendido a la letra para intentar penetrar en el
espíritu poético de esa letra:
¿Quién es esta que se muestra como el alba,
hermosa como la luna,
esclarecida como el sol,
imponente como ejércitos en orden? (RVR 1960)
¿Quién es ésta que se asoma
como el sol en la mañana?
Es hermosa como la luna,
radiante como el sol,
¡irresistible como un ejército en marcha! (DHH)
¿Quién es ésta, admirable como la aurora?
¡Es bella como la luna,
radiante como el sol,
majestuosa como las estrellas del cielo! (NVI)
Podríamos abundar en ejemplos como estos, pero ojalá el lector haya
notado ya, en las aparentes diferencias entre las tres versiones
citadas, el sentido profundo del texto bíblico.
Todas ellas, en su conjunto, nos dan una percepción más amplia del
sentido del texto, pero ninguna de ellas, en particular, lo agota. Hoy
día, cuando contamos con tantas versiones nuevas del Mensaje eterno,
¿por qué no profundizar nuestra lectura de éste, comparando nuestra
versión favorita con esas nuevas versiones? Si lo hacemos así, estaremos
poniendo fin a la lectura literal, que tanto daño nos ha hecho, y
estaremos penetrando en los tesoros de la sabiduría inefable de Dios.
Notas del editor:
(1) Este artículo fue publicado originalmente en la revista Iglesia y Misión Nro. 65, de la Fundación Kairós, Buenos Aires, Argentina
(2) Hemos agregado al texto original del artículo cuando el autor hace referencia a las revisiones de Reina-Valera (RV), la Biblia RV1995 y la reciente Reina Valera Contemporánea (RVC)
(3) Se pueden tomar en cuenta también la NTV, entre otras
Alfredo Tepox Varela es mexicano. Antropólogo, lingüista, sociólogo y teólogo es un apasionado de los pueblos latinoamericanos; muestra de ello es el hecho que por muchos años ha estado tras la búsqueda continua de las raíces de los idiomas indígenas. El Dr. Tepox es consultor y traductor de Sociedades Bíblicas Unidas y ha sido parte de las traducciones bíblicas Dios Habla Hoy, la reciente Reina Valera Contemporánea, entre otras.
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