Ocasionalmente se escucha en el medio evangélico sobre planes
de erigir una universidad propia. Así ha sido por décadas, por lo que a
veces es difícil saber cuándo se está ante sueños y cuándo ante planes
concretos. Pero trátese de lo uno o de lo otro parece una idea digna de
discusión. ¿Por qué se quiere tal tipo de universidad? ¿Qué tipo de bien
se busca hacer a la sociedad y a nuestra fe?
Conviene partir por señalar que las universidades evangélicas son un
tipo de institución cuyo aporte a la sociedad contemporánea puede ser
formidable. Instituciones como la Universidad de Baylor, Wheaton College
o Calvin College son hoy pilares de una positiva influencia cristiana
en el mundo. También en Latinoamérica ha habido situaciones en las que
universidades evangélicas han hecho contribuciones notables. Así ocurre,
por ejemplo, con varias universidades en países de Centroamérica. En el
caso de Brasil, la Universidad Presbiteriana Mackenzie se ha logrado
establecer como una de las mejores 100 universidades del continente. Que
es posible hacer algo bueno, con frutos significativos, está fuera de
toda duda. Pero importa mucho preguntarse por qué uno va a abrir una
universidad, pues de eso depende en gran medida el tipo de universidad
que se tendrá por resultado.
¿Qué podría motivar una acción como ésta en Chile hoy? Está claro que
el móvil hoy no puede ser el de facilitar el acceso a la educación
universitaria al mundo evangélico. Esa motivación podría haber sido una
causa correcta para abrir una universidad quince o veinte años atrás,
cuando muy pocos evangélicos accedían a la educación superior (fuera
esto por motivos económicos o por prejuicios contra la misma educación)
pero hoy, cuando estudiantes evangélicos se encuentran repartidos por
todo el sistema universitario nacional, tal motivación por sí sola no
basta para justificar los esfuerzos y riesgos de tal tarea. Un segundo
motivo puede ser el de proteger a la propia juventud evangélica: es
verdad que hoy nuestros jóvenes acceden a todos los tipos de educación
superior que ofrece el sistema nacional, pero precisamente eso puede ser
muy riesgoso, por lo que sería mejor tener una universidad evangélica
en la cual cuidarlos.
¿Es correcto ese razonamiento? Debo partir por señalar que ese tipo
de cautela a mi parecer puede ser justificada (aunque está lejos de
serlo siempre): en un número anterior de este mismo periódico he llamado
la atención sobre el hecho de que la pérdida de fe responde hoy en
Chile mucho más al nivel de educación alcanzado que al nivel
socioeconómico que la misma persona alcanza. Pero aunque este punto sea
relevante, una vez más es una justificación que por sí sola parece
fundar un ghetto más que una universidad. Por decirlo de otro modo, si
ésa fuera la justificación para iniciar una universidad, ésta será una
mera herramienta defensiva, una que nos saca del mundo en lugar de
ponernos como sal y luz en él. Puede haber situaciones históricas
terribles en las que ese tipo de actuar puramente defensivo esté
justificado; pero ¿será ésa la situación hoy?
¿Hay alguna motivación que permita levantar un tipo distinto de
universidad? Sí, la hay: es posible abrir una universidad porque se cree
que el cristianismo aporta una determinada visión de la realidad, que
vale la pena educar gente que ve su disciplina desde el marco dado por
la fe, es posible empezar a no sólo enseñar de un modo marcado por el
cristianismo, sino también a investigar así, intentando reinterpretar
cada disciplina de estudio desde la cosmovisión cristiana. Dadas estas
consideraciones me parece claro que sólo un proyecto de esa naturaleza
podría justificar la creación de una universidad evangélica en Chile. Y
entonces cae de cajón la pregunta: ¿es en eso que piensan quienes hoy en
día sueñan con aquello? Con seguridad algunos sí. Pero si fuera el
enfoque predominante, eso se revelaría en el tipo de pasos que se está
dando. Porque para levantar un proyecto de esa naturaleza, lo más
difícil no es tener un terreno, permisos del ministerio y dinero para
construir. Lo verdaderamente difícil es dar con un cuerpo docente
adecuado: que combine la integridad personal con alta capacidad
investigativa, con abundante reflexión respecto de cómo cada disciplina
se ve iluminada desde el cristianismo, con clara conciencia de lo que
distintas visiones de mundo implican para la propia ciencia. ¿Hay en
Chile gente suficiente para eso? A esa pregunta debemos responder con un
no rotundo. Sin duda hay más gente que antes con conciencia de estas
cuestiones, y puede que en algunas décadas más sobre gente. Pero creer
que estamos hoy preparados sólo indica que nos estamos midiendo conforme
a estándares muy poco exigentes. Si se habla de levantar una
universidad como si este problema no existiera, lo más probable es que
se esté pensando en levantar un ghetto.
A esto alguien podría responder que estoy pecando por cobardía, por
incapacidad de “pensar en grande”. Pero no creo que sea así. Creo que es
posible pensar en grande, pensar en términos de largo plazo (algo
esencial para las universidades), y al mismo tiempo dar desde ya pasos
concretos en dicha dirección. Pero tales pasos deben concentrarse
precisamente en la formación de futuros docentes universitarios
evangélicos. En lugar de pensar en permisos estatales, en financiamiento
para la construcción y en captación de estudiantes, quienes sueñan con
proyectos como éstos debiesen a través de fundaciones creadas con este
propósito estar dando becas de doctorado para nuestros mejores
estudiantes, así como desafiándolos a pensar en cómo integran sus
estudios con su visión cristiana de la realidad. Con ese tipo de acción,
en una década podría tenerse una cantidad razonable de personas como
para iniciar un proyecto que valga la pena. No faltarán, desde luego,
quienes critiquen por elitista tal planteamiento. Pero, ¿por qué hacer
algo mediocre si se puede hacer algo bueno?
Artículo publicado originalmente en Prensa Evangélica
Sobre el autor:
Manfred Svensson es chileno, Doctor en Filosofía por la Universidad de München, profesor de Filosofía Medieval en la Universidad de los Andes. Se dedica sobre todo a los "límites" de la filosofía medieval, su comienzo en Agustín, su fin en el siglo XVI o XVII, donde le interesan autores como Melanchthon, y Locke en el siglo siguiente -en pocas palabras: todo el problema de continuidad y descontinuidad entre mundo medieval-Reforma-modernidad. Fuera de la Universidad se dedica sobre todo a escribir trabajos de difusión y formación general para las iglesias evangélicas.