Estamos viviendo en un tiempo caracterizado por el surgimiento de una serie de conflictos sociales, impresos en distintas etiquetas, respondiendo a situaciones y contextos muy diversos, y experimentando procesos en distintos niveles. “Los indignados”, los movimientos estudiantiles en Chile y Colombia, la ola de protestas en Medio Oriente contra regímenes históricos en el poder, las movilizaciones en Brasil, entre otros. Existen otros movimientos jóvenes, como aquellos representados en el Foro Social Mundial que, aunque ya tienen una historia propia, es tal vez la instancia más “organizada” que nuclea un heterogéneo conjunto de movimientos sociales, partidos políticos y agrupaciones que se encuentran en los márgenes de las estructuras políticas tradicionales.
Todos y todas sabemos que estos fenómenos no son algo nuevo o característico de nuestros tiempos. La historia tiene innumerables ejemplos de procesos conflictivos que han transformado el curso de sociedades enteras. Lo que queremos pensar es el después de estos sucesos. Los ejemplos abundan: desde la represión y asfixia de cualquier movimiento alternativo, hasta la fosilización de la particularidad emergente en un totalitarismo semejante –y a veces peor- de aquel al cual respondió inicialmente como contraparte. Las preguntas en torno al después de lo que está sucediendo hoy día ya circulan: ¿hasta cuándo seguirán protestando los estudiantes? ¿Pueden los indignados, desde su “espontaneidad”, lograr un cambio real sin organizarse? ¿Qué implica la intervención de la OTAN en Medio Oriente en la creación de un “régimen democrático”? ¿Qué pasará con las fuerzas estatales y las expresiones progresistas tradicionales a partir de las masivas movilizaciones en Brasil?
Levantemos algunos interrogantes
Para preguntarnos por el después, tenemos que levantar algunos interrogantes sobre lo que vivimos hoy. Por ello, ¿qué lectura podemos hacer de lo que está sucediendo? Más bien, ¿qué evidencian estos movimientos? ¿Qué nos enseña el contexto de estos conflictos para realizar una mejor lectura de aquello ante lo que nos estamos levantando? Permítanme esbozarlo en los siguientes puntos:
1. Los sistemas hegemónicos no son absolutos sino que contienen innumerables fisuras. Figuras como capitalismo, globalización, neoliberalismo, se suelen presentar como monstruos que fagocitan las conciencias. Aunque no niego su gran poder e influencia, el mismo hecho de que existan resistencias nos indica que ellas no son fuerzas absolutas. Más bien, poseen quiebres, pliegues internos que carcomen su supuesta homogeneidad. Un sistema nunca anula la creatividad, el lugar, la relectura, que realiza un sujeto. Este elemento es esencial, por un lado, para comprender las “microfísicas del poder” (Foucault 1992) y el estatus real de a lo que nos estamos enfrentando. Como dice Ernesto Laclau (2000): lo falso de las ideologías no reside en la “alienación de las conciencias” sino en presentarse a sí mismas como absolutas, cuando en realidad no lo son. Pero por otro lado, también sirve para visualizar y promover nuevas dinámicas de resistencia y subversión.
2. Existe una reapropiación de los elementos que utilizan los órdenes institucionales vigentes para lograr una “contaminación interna” de los sistemas hegemónicos (Scott 1985). La estética, el arte, los medios de comunicación, las redes sociales, los modelos económicos alternativos de mercado, etc., son espacios que, más allá de ser parte de entramados más amplios –tales como la globalización, el libre mercado, los Estados nacionales- y que son utilizados por éstos para imponer formas de pensamiento, cosmovisiones, prácticas sociales, etc., también son espacios para subvertir y contrarrestar tales imposiciones. Sirven a la deconstrucción de aquellos elementos que fundamentan las ideologías y los sistemas que intentan mostrarse absolutas. En otras palabras, los sujetos y las comunidades se reapropian de los instrumentos de los sistemas para usarlos en contra de su hegemonía.
3. Los modos de resistencia y subversión son heterogéneos. Esto tiene relación con ese después por el que nos preguntamos al inicio. Muchas veces tendemos a pensar que debemos organizar estos movimientos alrededor de ciertos marcos tradicionales, como son partidos, formas de Estado nacional, Fundaciones, etc. Pero estos marcos, aunque pertinentes, presentan limitaciones en torno a las dinámicas reales del poder como también a las posibilidades de subversión. Los cuerpos, lo simbólico, la educación, el arte, las prácticas económicas, los movimientos sociales, son también caminos de subversión; más aún, son instancias anteriores a cualquier tipo de institucionalización. Estas perspectivas se pierden en visiones maniqueas preponderantes de ciertos espacios políticos progresistas: opresores/oprimidos, poderosos/débiles, centro/periferia, etc. El poder circula subrepticiamente, creando complejos procesos de imposición y resistencia.
4. Los movimientos emergentes no tienen una institucionalidad única y homogénea sino que representan un conjunto de expresiones e identidades. Vemos que lo plural se opone a lo que intenta posicionarse como absoluto, total, único. La identidad de los movimientos que están emergiendo no está compuesta por una esencia, una ideología única, sino por diversas formas de pensar, de accionar, de simbolizar la resistencia. Esta pluralidad se presenta como un espacio donde no caben los absolutismos y totalitarismos. Por supuesto que existen “nominaciones”, tales como los “Indignados”, que sirven como un paraguas que evidencia sentidos en común. Pero el estatus identitario de esa nominación se encuentra en constante replanteo y resignificación, por lo que provoca el movimiento de la pluralidad de movimientos que la compone.
En resumen, estos escenarios nos muestran que las dinámicas políticas se mantienen en movimiento en la medida que el conflicto sea su fundamento. ¿Pero qué tipo de conflicto? ¿Acaso ello no es negativo para la convivencia y armonía social? Precisamente nos referimos a aquel que desmantela todo intento de hegemonización del poder. Reflexionemos un poco al respecto.
La política entre el conflicto y las polarizaciones
La política no es cuestión de blancos y negros. En realidad, casi nada en la vida se dibuja entre esos polos. Los grises, las complejidades, las contradicciones, representan los senderos entre los cuales caminamos día a día, y desde donde construimos y entendemos la política. Estas condiciones infunden temor. De aquí que la política muchas veces se transforme en un campo de búsqueda de certezas, de autoafirmaciones que se imponen y anulan, y de enarbolación de mesianismos, cuestiones que no hacen más que clausurar las fuerzas dinamizantes del campo social.
Ante todo, vale recordar que cuando hablamos de política no nos referimos a un espacio de burocracia partidaria y estatal, regido por una serie de profesionales en la materia. Aunque ello es una realidad necesaria, la política es mucho más: ella está en manos de todos y todas. Más aún, supera la misma noción de ciudadanía, cuya “legalidad” muchas veces no abarca el amplio abanico de representaciones socio-culturales existentes en nuestras sociedades, transformándose con ello en un término por momentos excluyente.
La política tiene que ver con las dinámicas que se crean en un grupo para construir el conjunto de representaciones, discursos y dispositivos institucionales que tienen por objetivo atender a sus demandas sociales, culturales y económicas. En este sentido, el eje de la política está puesto en las demandas y las búsquedas que ellas despiertan, y no en las formas y prácticas concretas, como modos absolutizados de “hacer política”. Dichas prácticas se transforman en la medida en que surgen nuevas demandas y cambian los escenarios sociales. En otras palabras, los tipos de institucionalidad política –sean organizaciones, partidos o el propio Estado- siempre son pasajeros. Más aún, la eficacia de dichas instituciones deviene de la manera en que permiten que esta dinámica de construcción y redefinición se mantenga en constante proceso, sin anquilosarse en prácticas y discursos particulares que terminen siendo funcionales a sí mismas, y no a la atención de las transformaciones que viven los pueblos.
Ahora bien, la dinámica política también implica la identificación y definición de dichas demandas y de qué modo se atienden. Ello no se da de una manera armoniosa ni unidireccional. Se manifiesta, más bien, en un diálogo entre diversas posiciones que discuten, litigan y se confrontan para alcanzar acuerdos provisorios y articulaciones entre diversas formas y prácticas.
Por ello, la política es el conflicto que imprime una búsqueda constante entre las diversas voces y representaciones que se hacen presentes en un grupo social en torno a sus necesidades y posibilidades. No existe un tipo de institucionalidad que pueda atender a todas las demandas; por el contrario, cada demanda puede llevar a la articulación de diversos mecanismos institucionales, de las maneras más variadas. De esta forma, el campo socio-político es la impresión de un espacio plural y heterogéneo, que se mantiene en constante tensión; una tensión sana, que hace a su movimiento y cambio inherentes.
De aquí se desprende que la política siempre implica un acto de interpretación. Las posiciones políticas tienen que ver con modos en que se comprende la realidad. Más aún, con formas y discursos que se optan para dicho propósito. Por ello, las posiciones son siempre subjetivas y falibles. Cada una lee y reconoce una cara de las multifacéticas tramas de la situación social, y eligen considerar ciertos elementos y negar o secundar otros. Lo importante es reconocer que cualquier posicionamiento es siempre una opción sesgada, hecho por el cual las absolutizaciones (en relación al propio posicionamiento, al lugar del otro o a la imposibilidad de la resignificación) son siempre cercenantes de la dinámica política.
Esto también nos lleva a reconocer que las polarizaciones son algo intrínseco de la dinámica socio-política, en el hecho de que todo momento de autoafirmación implica denominar a un Otro de quien difiero y a quien respondo. Inscribiendo estas polarizaciones dentro de un campo social más amplio, tal como afirmamos, debemos entender que ellas no marcan el único trazo en disputa. Más aún, las particularidades que constituyen dichas polarizaciones distan de ser espacios homogéneos y clausurados en sí mismos; la pluralidad forma parte de ellas, las atraviesa y también provoca tensiones en su mismo seno.
Por ello, vale advertir que muchas veces, como ciudadanos y ciudadanas, concentramos nuestra posición interpretativa sólo desde la ficción que se crea entre los bandos de dicha disputa. Pero debemos saber que la política siempre es más que el juego que se crea entre los elementos específicos de ciertas polarizaciones, no restringiéndose al conflicto entre dos o más partidos, sectores o ideologías. La política está en manos del pueblo, y ello debe quedar en claro para su sana ejecución y práctica.
Por último, esto también nos debe llevar a reconocer que identificar un extremo en el otro, no implica que uno/a mismo/a no esté también posicionado de la misma manera, pero desde otro costado. La naturalización de los posicionamientos políticos es un gran peligro que amenaza tanto a espacios institucionales como a cada ciudadano/a. Es muy común escuchar: “yo solo miro la realidad; no tengo una opción política”. Eso es no reconocer que nos encontramos en un entramado en donde cada uno/a se mueve, tomando opciones y emitiendo juicios desde lugares particulares. Reconocer esa dinámica inherente al campo social nos ayudará a no posicionarnos en lugares de verdad incuestionables, como también a tener mayor cuidado con el juicio hacia el otro/a o su posicionamiento, y a promover un espacio de diálogo e interacción.
Hablando sobre estos temas, una persona me preguntó una vez: “entonces, si es así, ¿quién dice la verdad?” Esto es muy común en el campo político: la credibilidad de una institución o un personaje en este campo suele legitimarse por la gente si representa “la verdad”, que puede ser la lectura de una realidad o la constitución de un modelo político. Pero, ¿cuál es laverdad y desde dónde la afirmamos para realizar tal identificación? Este tema cobra aún más sensibilidad frente a la gran influencia de los medios de comunicación como instrumentos de creación de imaginarios socio-políticos, los cuales también hacen recortes y opciones como cualquier institución social.
La verdad no es una substancia o un objeto delimitado que se puede encontrar y poseer. Más bien, es un horizonte o, en palabras de Ernesto Laclau, un significante vacío que se va definiendo constantemente en la medida que se busca su sentido. Esto tiene varias implicaciones. Primero, que la verdad no tiene por objetivo denominar algo de forma absoluta sino provocar una búsqueda de sentido en los interminables intentos de definirla. En segundo lugar, esto indicaría que nadie puede hacerse de la verdad sino que ella (o ellas, porque no existe una sola y única) se manifiesta, de alguna u otra manera, en la interacción de cada particularidad que intenta comprenderla.
Debemos tener sumo cuidado con el uso de esta retórica en el campo político. La verdad sobre lo social, sobre sus situaciones y limitaciones, sobre el lugar del Estado, sobre las posibilidades de acción, entre otras cosas, son elementos que no tienen una respuesta única, y menos aún extensible in aeternum por un espacio o sujeto particular que se adjudique todas las salidas posibles. También, es un llamado de atención a los ciudadanos y ciudadanas en sus búsquedas de verdad: no habrá espacio alguno que responda a ella de manera única; a lo sumo, será una opción subjetiva de cómo creemos que un sector o persona responde a las inquietudes que impulsan a esa búsqueda. Una opción –repito- falible, y que requiere entrar en diálogo con otras maneras de ver la realidad.
En conclusión, podemos decir que la política dista de ser un ejercicio que busca una unidad donde la paz provenga de cierta práctica concreta que responda a todas las demandas sociales. Por el contrario, la política tiene que ver con el protagonismo de todos los sujetos y grupos que componen una sociedad, que se dibuja en las tramas que se producen desde las sanas tensiones originadas por las búsquedas de comprender y definir las demandas, así como en la construcción de alternativas prácticas para responder a ellas.
Vivimos en tiempos de fuertes polarizaciones, cuya realidad, dependiendo de la forma en que la leamos, puede ser una gran posibilidad de avance, como también un paso para el caos. No debemos abogar por la anulación del conflicto, posicionándonos en lugares de verdad absoluta o negando al otro en su derecho. De aquí, algunas advertencias:
- No temamos a ciertas polarizaciones, sino sepamos que el campo de lo político siempre es mucho más amplio de lo que algunas disputas reflejan (y de lo que los medios de comunicación parcializan al respecto). Lo político se deposita en la posibilidad de cuestionar y, si es necesario, superar los diversos posicionamientos. Pero para ello, necesitamos la movilidad del conflicto y hasta la existencia de polarizaciones.
- Recordemos que los posicionamientos políticos son siempre subjetivos en tanto actos de lectura parcial de una realidad. Tanto el otro/a como uno mismo hacemos siempre una opción sobre cómo leer el contexto, su situación y sus necesidades.
- La dinámica política tiene que ver con la convivencia con las tensiones que provocan las búsquedas de vivir mejor y de atender a las demandas. Anular estas tensiones significa anular la propia política.
- Crear un espacio democrático y republicano implica reconocer que las posiciones particulares son una más dentro de un espectro amplio, y que su afirmación debe construirse en un dialogo tensionante y conflictivocon el otro.
Fe y política: el camino de la desabsolutización
¿Cómo hacer una lectura teológica de estas dinámicas? ¿Qué hacen las iglesias frente a ellas? Al escribir estos pensamientos, no deseo esbozar ningún argumento sobre algo que ya asumo como punto de partida, que es la multifacética relación entre la iglesia y los asuntos sociales, la fe y la política, lo social y lo religioso. Por el contrario, asumo el hecho de que dicha relación existe inscripta de muchas maneras, sea consciente o inconscientemente.
Lo que motiva este escrito son más bien algunas cuestiones que emergen cuando las creencias religiosas se inscriben en un contexto de tensión política, con posicionamientos antagónicos y polarizados. ¿Acaso la fe no es parcial? ¿Cuál es la medida para analizar una opción política desde un marco de creencia? ¿Cómo hace una comunidad religiosa para lidiar con la pluralidad de opciones socio-políticas de los sujetos que la componen?
Al hacerme estas preguntas, vino a mi mente la distinción que hace Juan Luis Segundo entre fe e ideología. La primera no se refiere estrictamente al campo religioso sino al deseo que moviliza a toda persona a construir el sentido de su realidad. “La fe estructura toda la existencia en torno a una significación determinada”, dice Segundo (1982:29) Esto quiere decir que la fe remite a la construcción nunca acabada de la percepción de lo que es, de lo que nos rodea, de lo que comprendemos como real. No tiene que ver con un contenido discursivo particular sino con el movimiento interpretativo que mueve a todo sujeto a dar sentido a su contexto y atender a las demandas concretas que aparecen en él.
Este proceso de construcción de sentido no queda en la mera búsqueda sino que se va concretizando en procesos, formas, discursos e institucionalizaciones históricas, con el objetivo de operacionalizar esa búsqueda en espacios y circunstancias específicos. Esto es lo que Segundo denomina ideologías: “llamaremos ideología a todos los sistemas de medios, naturales o artificiales, en orden a la consecución de un fin. Podríamos decir también […] que es el conjunto sistemático de lo que queremos de manera hipotética, no absoluta; en otras palabras, todo sistema de medios (1982:30)
Dos elementos a resaltar de esta afirmación. Por un lado, que lo ideológico no es definido por Segundo sólo como un sistema de pensamiento sino como una práctica en sentido amplio: una institución, un tipo de discurso, una práctica social, etc. Por otro lado, es interesante notar que Segundo ubica lo ideológico en el campo de lo hipotético. En este sentido, ninguna ideología puede absolutizarse desde su especificidad. Siempre será parcial, dependiendo de la manera en que responde al contexto y a las necesidades concretas que intenta responder.
En conclusión, Segundo explica de esta manera la paradoja de las operaciones políticas. Por un lado afirma que una fe sin ideologías está en realidad muerta. Toda búsqueda de sentido siempre se concreta en una práctica específica según el contexto y sus demandas. Pero por otro lado, toda ideología es siempre relativa ya que se inscribe dentro de un proceso más amplio, que es el constante camino de búsqueda de sentido de los sujetos y las comunidades sociales según las caracterizaciones, complejidades y transformaciones constantes de sus contextos. Segundo afirma que cuando una ideología se absolutiza en tanto práctica específica como fin en sí misma, cercena el proceso de búsqueda que moviliza a las personas. En otras palabras, si la ideología se sedimenta, coacciona el proceso creativo inherente de la humanidad.
Esta diferenciación entre fe e ideologías se relaciona con una distinción en la misma dirección dentro del campo de la filosofía: lo político y la política. Mientras lo primero tiene que ver con los procesos de construcción identitaria que representan a todo sujeto o grupo social, lo segundo se vincula con las instituciones que se crean para historizar dichas búsquedas. Pero lo segundo siempre remite a lo primero. O sea: las institucionalizaciones socio-políticas deben ser transitorias a la luz de los procesos de construcción identitaria. Ninguna institución específica puede abarcar todos los procesos de constitución social ya que este espacio es lo suficientemente plural y heterogéneo como para inscribirse en una sola forma de representatividad (ver Mouffe 2007, Cap 1).
Volviendo al ámbito religioso, debemos afirmar lo siguiente: una vinculación sana entre fe y política es mantener abierta la tensión entre las búsquedas de sentido y las respuestas ideológicas particulares. Y aquí remito a un elemento característico de lo religioso: la noción de trascendencia. Esta idea, vinculada a una caracterización de lo divino, tiene implicancias directas en la manera en que la fe opera en la historia. Hay quienes radicalizan la trascendencia de lo divino, desvinculando la fe de todo asunto histórico. Pero la trascendencia también puede ser comprendida como ese sentido de apertura constante de los contextos. O sea, no ver la trascendencia como algo fuera de la historia sino inscripta en ella.
En este sentido, la fe actúa como proceso de trascendentalización de lo histórico y sus opciones, no desvinculándose de ella sino promoviendo su complejidad y múltiples posibilidades de ir “más allá” de lo que aparece en lo inmediato. A través de esta trascendentalización, las dinámicas políticas en la historia no se ciernen a un cúmulo de opciones relativas sino se abren a un sinnúmero de posibilidades. En este sentido, también, toda operación histórica se relativiza como una respuesta concreta dentro de un proceso mucho más amplio, que se proyecta en un movimiento constante de la historia, en el cual lo divino se manifiesta de formas plurales (he trabajado más en profundidad estas ideas en Panotto 2012).
Es interesante traer aquí la reflexión final de Segundo sobre el papel político de esta dinámica –especialmente desde una perspectiva cristiana-, la cual denomina función desidolátrica y desabsolutizadora. Segundo la define de la siguiente manera:
Si los cristianos ejercen su función desidolátrica y desabsolutizadora, lo harán en todas las posiciones políticas que adopten. Desabsolutizarán las posiciones de derecha cuando se sitúan a la derecha, y las de izquierda cuando se sitúan a la izquierda. Y la reconciliación vendrá justamente de esa recíproca desabsolutización (1973:66)
Esta función desabsolutizadora posee varias consecuencias, especialmente para la vinculación entre la fe y sus determinaciones ideológicas. En primer lugar, comprender que toda opción política es siempre relativa, que no puede absolutizarse en tanto discurso. Uno/a puede defenderla, pero sabiendo que se inscribe en el campo de lo hipotético y que toda opción ideológica es eso: una opción que uno/a toma desde una perspectiva y lugar determinado. En segundo lugar, esto conlleva un desafío particular en el ámbito de las comunidades religiosas, más aún en momentos de polarización política entre posiciones antagónicas. Ellas deben ser espacios de pluralidad, comprendiendo que la fe no tiene que ver con una única manera de enfrentar los desafíos históricos sino con muchos y variados, y que la riqueza de dichas opciones se encuentra en la manera de poder articularse –inclusive de manera conflictiva- desde la respuesta a los desafíos de un contexto o demandas específicas.
Algunas conclusiones
Por último, surgen algunas preguntas: ¿existe, entonces, algún criterio ético para evaluar una postura política desde una perspectiva religiosa o teológica? ¿Acaso esta dinámica no se transforma en un ejercicio de constante cuestionamiento sin asumir un lugar? ¿Quiere decir, entonces, que tomar una posición política específica desde una lectura religiosa o una vivencia de fe no es compatible? Para nada. Siguiendo la lógica presentada por Segundo, la toma de posiciones y la desabsolutización que produce la dinámica de la fe no son extremos opuestos sino elementos que van juntos frente al responder a un tercer aspecto en cuestión, que Segundo denomina liberación histórica. Esto quiere decir que el proceso de construcción política no refiere a cómo las necesidades se adaptan a una ideología y su propuesta, sino al revés: a cómo esta última atiende a las necesidades concretas del contexto.
Es lo que Ernesto Laclau (2005) desarrolla sobre el lugar de las demandas democráticas y populares como elementos de construcción política: la respuesta a dichas demandas se transforma en un espacio de articulación entre diversas particularidades y posicionamientos políticos, creando así un campo de sentido donde distintas voces aportan desde su especificidad en un marco más amplio pero no homogéneo sino dinamizado por la pluralidad que lo compone. De aquí podemos afirmar que la desabsolutización actúa más bien como una lógica que atraviesa toda particularidad, permitiendo su constante transformación y su articulación con otras a partir de la atención a necesidades, desafíos y problemáticas socio-políticas específicas.
Me animaría a decir que el mismo sentido de desabsolutización ofrece un marco ético. ¿Por qué? Hagamos un ejercicio dialéctico. Lo contrario a esa idea es la de absoluto. Los absolutismos en el campo socio-político crean violencia, la cual puede inscribirse en el hermetismo de una práctica o ideología que se impone como única. Esta dinámica refleja una serie de presupuestos éticos: una visión cerrada y estigmatizada del campo social, una antropología discriminatoria que considera sólo a quienes se acomodan a su orden, una visión excluyente en la creación de un espacio de poder centralizador, entre otros elementos que podríamos mencionar.
Pero cuando hablamos de desabsolutización también partimos de ciertos presupuestos éticos: conlleva reconocer lo otro/a, lo distinto, lo diferente y su dignificación a través de la inclusión, potenciar la creatividad, abrir un espacio de libertad y luchar por la humanización en todos sus sentidos. En otros términos, la desabsoltización moviliza la construcción de la justicia desde la apertura de un espacio plural y heterogéneo centrado en la plenificación de la existencia. Y de esta manera también se transforma en un “lente” ético para construir y cuestionar opciones, en el sentido de que se parte de la idea de que una particularidad política debe aportar a la construcción de espacios de libertad, de inclusión, de humanización y de liberación en el pleno sentido del término. Aquí la derecha y la izquierda, lo progre y lo conservador en tanto prácticas específicas, se diluyen o deconstruyen al verse inscriptas en un proceso hermenéutico más amplio.
De aquí, toda opción particular que se absolutice y sedimente a sí misma cercenando estas dinámicas liberadoras deben ser consideradas como apolíticas, en el sentido de no permitir el desarrollo de esta sana tensión entre las búsquedas y las respuestas específicas, tan necesaria para toda dinámica social. Desde una perspectiva cristiana, podemos encontrar en el mismo caminar de Jesús de Nazaret un criterio para sostener estas perspectivas, al ver en sus palabras y acciones una promoción del sentido de apertura de la historia a través del cuestionamiento y la superación de toda sedimentación, sea religiosa (la ley) o política (el Imperio), partiendo siempre desde la necesidad del excluido/a. Jesús no vino a instalar ninguna práctica institucionalizada sino que promovió un sentido de sensibilidad y apertura al Otro/a, a su contexto y a sus necesidades, para desde allí resignificar todo aquello –sea un discurso, una práctica, una costumbre- que imposibilite la acción libre del pueblo.
Bibliografía
Foucault, Michael (1992), Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta
Laclau, Ernesto (2000), Misticismo, reótica y política, Buenos Aires, FCE
– (2005) La razón populista, Buenos Aires, FCE
Mouffe, Chantal, En torno a lo político, FCE, Buenos Aires, 2007
Panotto, Nicolás (2012), “Política, religión y nuevos escenarios públicos en América Latina: hacia una teología de la alteridad política” en SIWO, Vol. 6, Nro.5, San José, UNA, pp.11-38
Scott, James (1985), Weapons of the Weak. Everyday Forms of Peasant Resistance, London/New Heaven, Yale Press
Segundo, Juan Luis, Masas y minorías, Buenos Aires, Editorial La Aurora, 1973
– El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, Tomo I, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1982
Sobre el autor:
Nicolás Panotto es Director general del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública (GEMRIP) Licenciado en Teología por el IU ISEDET, Buenos Aires. Doctorando en Ciencias Sociales y Maestrando en Antropología Social por FLACSO Argentina. Miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana.
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