“Queremos tener rey como las demás naciones”, pidió el
pueblo hebreo al último de sus jueces, un tal Samuel. Ante ese deseo
expresado con gran insistencia por el pueblo, cuentan que Samuel se puso
a orar a Dios, disgustado por la petición del antiguo Israel.
Dios, no tardó en responderle (1Sam. 8:9-19) diciéndole que les
avisara y les diera a conocer lo que significaría tener rey, sus
privilegios y prerrogativas. Y así lo hizo. Les explicó básicamente que
el rey elegido crearía una fuerza militar y alistaría a sus jóvenes;
les pondría a cuidar de sus propiedades y les emplearía en la creación
de armas; también tendrían que aportar a las hijas de Israel a fin de
cuidar de su imagen y su estómago; que cobraría impuestos a voluntad
sobre lo que sus súbditos poseyeran; y por último, acabarían siendo sus
esclavos. Todas las decisiones del rey de Israel serían tomadas por
“decreto ley”, sin consultar con el pueblo sobre el que reinaba. Sin
embargo, y a pesar de las advertencias, Israel insistió “¡queremos rey”!
La monarquía, según apunta la historia de Israel, se demostraría como
un mal para todo el pueblo y su devenir histórico.
Hoy vivimos en el siglo XXI, por ello pensamos que los tiempos han
cambiado y son mejores. Y evidentemente los tiempos han cambiado y de
alguna manera son mejores, vivimos en democracia. Pero no han cambiado
en lo esencial si nos atenemos a la experiencia.
Una mayoría del pueblo elige democráticamente un gobierno –sus siglas
son lo de menos- atendiendo, suponemos, al discurso en campaña y al
programa que propone. Hasta aquí todo correcto. El problema viene el día
después, cuando el ganador inicia su período de gobierno. El discurso
que escuchamos, el programa que leímos y que fundamentaron nuestro voto,
se deja a un lado; y sin ningún tipo de consulta, ni rubor, se toman
decisiones –dirán que necesarias- en nuestro lugar que nos afectan
directamente. Nuestro destino está en sus manos durante cuatro años. De
nada servirán nuestras manifiestas quejas (1Sam. 8:18), “los elegidos”
seguirán a la suya, y nos obviaran. Pasó, pasa y pasará.
Todo queda meridianamente claro. Nos convertimos en un pueblo de
esclavos, al menos, por cuatro años… y luego por cuatro años más, y así
sucesivamente. ¿Hay alguna manera de romper con nuestras cadenas?
Necesitamos urgentemente un modelo de sociedad donde ni el voto, ni el
votante sean cautivos de los “reyes” de turno. Unos “reyes”, sea dicho
de paso, que a su vez son vasallos de otros “reyes” con mayor poder.
Sí, necesitamos un cambio de modelo de sociedad. ¿Qué modelo de
sociedad? No soy el más adecuado para proponerlo, aunque alguna idea
tengo, pero estoy convencido de que necesitamos un cambio, y lo
necesitamos ¡ya! De no tomarnos en serio la necesidad de ponernos manos a
la obra para construir un nuevo modelo de sociedad, seguiremos siendo
esclavos viviendo en la ilusión de ser hombres y mujeres
libres.
Sobre el autor:
Ignacio Simal es español y pastor de la Iglesia Evangélica Española en Catalunya. Estudió teología y Biblia en Barcelona, Guatemala y Bilbao. Es el fundador y presidente de la revista digital Lupa Protestante; dirige el Departamento de Comunicación de la IEE. Por 25 años fue profesor de Teología y Biblia en Catalunya.
Sigue a Ignacio Simal en Twitter
Sitio Web de Ignacio: Blog del Pastor Dadaísta
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