Es casi una verdad de Perogrullo decir que el discurso teológico
requiere pasar por el mismo marco de análisis que cualquier tipo de
lenguaje. Más allá de tratar con una serie de objetos muy particulares,
que presentan una limitación inherente por la dificultad en la
determinación de su “historicidad”, como son Dios, la fe, el fenómeno
religioso, etc., su construcción parte de los imaginarios, universos
simbólicos y recursos discursivos que el contexto pone a disposición.
Este
es un elemento que muchas veces damos por sentado, pero que es central
no sólo para alcanzar una mejor comprensión del texto en sí sino, más
aún, para analizar las prácticas que emergen de él. Esto último,
partiendo del hecho de que un discurso es una “práctica discursiva”
encarnada en un lenguaje que intenta formar un universo simbólico que
sirva como plataforma de la acción. Es así que el lenguaje siempre
contiene inherentemente implicancias políticas, en el amplio sentido del
término: la intervención de un grupo de hombres y mujeres en su
contexto concreto, con el propósito de crear un espacio de convivencia
para la atención de sus necesidades y reclamos. Para llevar esto a cabo,
se crea un juego donde las prácticas son determinadas por los universos
simbólicos imperantes, que también van cambiando y mutando en un
desarrollo acorde a los requerimientos y necesidades del grupo. Vemos
también que muchas veces sucede lo opuesto: los imaginarios simbólicos y
los procesos políticos se estancan y pierden su dinamicidad, intentando
cercenar o ignorar la contingencia inherente de su proyecto,
institucionalidad, contextos o sujetos que lo recrean.
De aquí
que los universos simbólicos que nos ofrecen los discursos imperantes
servirán como plataforma para la proyección política que posee el
lenguaje teológico. Y es por eso que requerimos de la deconstrucción de
los discursos para analizarlos y resignificarlos. Deconstruir es el
ejercicio de decodificación de aquellas prácticas y discursos que se
presentan como dadas, intentando demostrar lo indecible y multifacético
inherente a su misma condición ontológica. Esto tira por tierra la
supuesta homogeneidad, unicidad y sutura que presenta un discurso o una
cosmovisión, llevando al mismo nivel de contingencia la práctica
(política) que refleja y promueve. En resumen, tiene que ver con
destejer el estatus de verdad que posee cualquier tipo de segmentación
social, hegemónica, política o institucional.
Tomemos como
ejemplo las teologías de la liberación latinoamericanas. ¿Qué nos viene a
la mente cuando hablan del Dios que se dio a conocer a los campesinos de los alrededores de Egipto? ¿Y del Éxodo como acontecimiento teológico, donde Yahvé liberó al pueblo de la opresión del imperio? ¿Qué imaginamos cuando pensamos a Jesús como el Dios encarnado entre los oprimidos del pueblo?
A simple vista, sabemos de qué hablamos. Y ciertamente que dicho
abordaje posee cierta veracidad indiscutible. Pero deconstruyamos el
lenguaje. ¿Acaso palabras como oprimidos, campesinos, imperio, opresores, liberación,
no poseen una carga significativa particular, que responde a un
contexto histórico concreto y que promociona un proyecto político
concreto? Es interesante notar cómo dicha significación termina
mimetizándose con el sentido mismo del lenguaje teológico: la liberación
comprendida como un proyecto emancipador de parte de los grupos menos
favorecidos, la historia como un proceso de conflictividad entre grupos
de poder o clases sociales, etc.
Aquí no queremos referirnos al
intento de encontrar el universo simbólico más apropiado para construir
un lenguaje, en este caso teológico, sino más bien saber qué es lo que
se juega, en muchos niveles (discursivos, políticos, sociales, etc.) con
el uso de ciertos términos o discursos. Esto es deconstrucción. No
decimos que el lenguaje asumido por las teologías de la liberación sea
incorrecto; por cierto, han logrado poner en evidencia muchos elementos
bíblicos y teológicos antes escondidos por otros esquemas teológicos a
través del uso explícito de dicho marco significante. Lo que debemos
remarcar es el hecho que estas teologías han optado por un tipo de discursividad que evoca a un tipo
particular de proyecto político y cosmovisión histórica. ¿Acaso estos
proyectos no son también contingentes y necesarios de revisión? ¿Qué
implica ello para el lenguaje teológico in toto?
Esto
nos lleva a plantear algunas cuestiones. Primero, que existe una
relación intrínseca entre el replanteo discursivo y la proyección
política. Es así que creo importante analizar la pertinencia de estos
proyectos políticos inherentes a la discursividad en juego, con el
propósito también de transformar el tipo de universo simbólico al que
responde lo teológico. Pero en segundo lugar, y tal vez creo que es lo
más importante, se encuentra el hecho de que por ser discurso, la
teología, en tanto lenguaje, requiere ser puesta entre paréntesis; o
sea, comprenderla desde la contingencia inherente que posee por ser
lenguaje y por los proyectos políticos que promociona. La teología como
cualquier otro discurso corre el peligro de fosilizarse en una forma o
una propuesta específica, dejando de lado la necesidad de cuestionar y
resignificar su lenguaje.
Tengamos cuidado: esto no tiene que ver
con una simple “contextualización”, con un cambio de maquillaje del
mensaje teológico sino con el hecho de explicitar su inherente
porosidad. Es reconocer que no queda exento de determinismos y
reduccionismos políticos o discursivos. Estos problemas surgen por la
misma comprensión de su objeto principal: Dios. Visto como ese absoluto
suprahistórico, corremos el peligro de determinar en el mismo nivel
ontológico el lenguaje que utilizamos para describirle, olvidando su
necesaria revisión. Lo interesante es ver que esto no sucede solamente
por un vicio discursivo sino por la poca movilidad que poseen los
proyectos políticos que intentamos promover a través de dichos
discursos.
Este es uno de los desafíos que presenta la
posmodernidad a la discusión teológica: cómo dejar atrás los vicios
modernos de la seguridad en los grandes proyectos y relatos, y reconocer
la inherente movilidad y pluralidad que poseen esas realidades hechas
carne, cuerpo y acción a través del lenguaje y las prácticas
discursivas. La iglesia, en tanto comunidad social, y la teología, en
tanto lenguaje, responden a dicha dinámica.
Sobre el autor:
Nicolás Panotto es Director general del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública (GEMRIP) Licenciado en Teología por el IU ISEDET, Buenos Aires. Doctorando en Ciencias Sociales y Maestrando en Antropología Social por FLACSO Argentina. Miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana.
Sigue a Nicolás Panotto en Twitter
Sitio web de Nicolás: Nomadismo Contingente COMENTARIOS: