«Se puede renunciar en un momento sereno, o cuando ya no se puede más»Benedicto XVI[1] (2010)
La primera vez que supe de la existencia de Joseph Ratzinger fue a través del libro Conversaciones sobre la fe[2], escrito por el
español Teófilo Cabestrero. Eso fue hace mucho tiempo; lo leí en mis primeros años de seminarista,
por allá en 1979 o 1980. El libro de entrevistas atrajo mi atención porque en menos
de 300 páginas el autor presentaba a los
15 teólogos más influyentes del momento, los que sobresalían por sus ideas
renovadoras.
En
esa lista estaban teólogos de la talla del peruano Gustavo Gutiérrez, padre de
la teología de la liberación; el suizo-alemán Hans Küng,
ya por ese tiempo contestario y rebelde; el argentino Enrique Dussel, filósofo de la liberación latinoamericana; el
alemán de la Iglesia reformada Jürgen Moltmann, proponente de la teología de la
esperanza; el más grande de los teólogos católicos del siglo XX, Karl Rahner; el
uruguayo Juan Luis Segundo, el más grande, aunque no tan conocido, de los
teólogos latinoamericanos; el biblista andaluz José María Gonzalez Ruiz… y en
esa lista, ¿adivinen quién? Si, Joseph Ratzinger.
Al
teólogo alemán se le conocía en esos años por su labor docente en la Universidad de Ratisbona, así como por algunos de sus primeros libros,
sobre todo su Introducción al
Cristianismo y Fe y Futuro, además
de otros escritos en compañía de Karl Rahner; estos, en mi opinión, están entre
los mejores de su producción intelectual.
Aunque ya era Cardenal desde 1977 no
había señales de que un día llegaría a ser el máximo jerarca de la Iglesia
católica. Por aquellos años era un pensador de ideas frescas, que logró
ingresar a la lista de Cabestrero entre los inspirados que ofrecían respuestas
«a las inquietantes preguntas planteadas por los cambios y el pluralismo en que
vivimos y en que viviremos ya siempre los cristianos». Un Cardenal que ya
intuía los enormes desafíos que tendría el catolicismo del futuro. En 1972
había dicho: «…me parece seguro que vienen para la Iglesia tiempos difíciles.
Su auténtica crisis aún no ha comenzado. Hay que contar con varias sacudidas.
Pero también estoy completamente seguro que
de que permanecerá hasta el final: no la iglesia del culto político, que
ya ha fracasado en Gobel[3],
sino la iglesia de la fe»[4].
Razones tuve para que Ratzinger fuera
una de mis referencias intelectuales en mis años mozos como estudiante de
teología. Por esas mismas razones compré a los pocos días de su publicación, la
entrevista que le hiciera el periodista italiano Vittorio Messori[5].
Según el registro de mi biblioteca personal, lo compré el 21 de octubre de 1985
(manías de bibliófilo) y lo terminé de leer el 21 de noviembre del mismo año.
En esta entrevista, Ratzinger habló sobre el Concilio Vaticano II, acerca de la
relación con el protestantismo, sobre el lugar de las mujeres en la Iglesia y
también dio sus impresiones sobre lo que él pensaba de la crisis de la Iglesia,
entre otros temas. En este libro descubrí al otro Ratzinger, el de opiniones
conservadoras, de posiciones defensivas y de medidas descalificadoras. Hoy he
vuelto a revisar mis notas en los márgenes del libro y encuentro que mis
discrepancias con él tienen más de 25 años. Aun así, él siguió siendo una
referencia obligada y un maestro al que seguí leyendo con el respeto que se le
debe a los grandes. ¡Cómo no mencionar su Teoría
de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental[6]!
donde presenta su perspectiva acerca de los principios formales de la teología
científica y el lugar de esta ciencia en el mundo de hoy.
Lo que vino después no fue lo mejor. En
agosto de 1984 firmó la Instrucción sobre
algunos aspectos de la «Teología de la Liberación»[7],
en la que se advertía en contra de su método teológico, del análisis marxista y
del riesgo de la violencia como camino para la liberación (como si esos fueron
los debates más urgentes de la injusticia en América Latina). En lugar de optar
por esa vía, mandaba a acogerse a la doctrina social de la Iglesia: «Esta
enseñanza de ningún modo es cerrada. Al contrario, está abierta a todas las
cuestiones nuevas que no dejan de surgir en el curso de los tiempos». Es decir,
para él había que desestimar la teología de la liberación y, en su lugar,
buscar una liberación sin la radicalidad de los latinoamericanos. Quizá haya
sido esta actitud defensiva y temerosa hacia las opciones políticas y sociales
en América Latina uno de los errores más costosos de los dos últimos
pontificados. Para estos Papas no era tan importante buscar la liberación de
las injusticias como si lo era hablar de la manera correcta acerca de esa
liberación.
El 6 de agosto de 2000, la Congregación
para la Doctrina de la Fe publicó bajo su firma (él era su Prefecto) la
controversial Declaración Dominus Iessus.
Yo acababa de trasladarme a Costa Rica para ocupar el cargo de Director de
Relaciones Eclesiásticas de World Vision
para América Latina y El Caribe. Iba a ser el encargado de facilitar puentes de
colaboración entre la Iglesia católica y las demás expresiones de la fe
cristiana en el continente en aras de servir juntos a las personas más
empobrecidas. Y esta fue la bienvenida: un documento antiecuménico, con sabor a
Vaticano I y distante de las buenas intenciones que el otro teólogo alemán,
Walter Kasper, promovía con tanto entusiasmo como presidente del Consejo
Pontificio para la Unidad de los Cristianos. Mientras Kasper promovía el
acercamiento de los cristianos a partir de la comunión en el Espíritu,
Ratzinger afirmaba que la Iglesia católica era «la única iglesia de Cristo».
Escribí ese mismo mes un extenso artículo[8]
analizando la Declaración, presentando las diferentes reacciones que había
suscitado y, sobre todo, haciendo un llamado a la paciencia cristiana.
Y después de esa Declaración, llegaron
otros textos de peor recibo, entre esos el expedido el 31 de mayo de 2004
titulado Carta a los obispos de la
iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el
mundo. Si como se dijo antes, la actitud hacia los asuntos políticos fue
uno de errores de los dos últimos papados, la actitud hacia las mujeres fue
otro de ellos. Con contundencia se afirmaba en la Carta lo ya dicho antes por
la Iglesia, que «la ordenación sacerdotal [es] exclusivamente reservada a los
hombres»[9].
En lugar de seguir a las grandes figuras feministas de la actualidad, pedía
acogerse a la humildad y sencillez de María: «Muy lejos de otorgar a la Iglesia
una identidad basada en un modelo contingente de femineidad, la referencia a
María, con sus disposiciones de escucha, acogida, humildad, fidelidad, alabanza
y espera, coloca a la Iglesia en continuidad con la historia espiritual de
Israel».
Y
la lista de controversias continuó. El 26 de noviembre de 2006 y siendo ya Papa
(fue elegido el 19 de abril de 2005), la Congregación para la Doctrina de la Fe
expidió la Notificación sobre las obras del jesuita español-salvadoreño Jon Sobrino,
por considerar que sus obras contienen «un elenco de proposiciones erróneas o
peligrosas».
En fin, en sus años de pontificado se
acentuó la actitud de defensa de la verdad (tal cual la expresa la Iglesia) y
de resguardo de la institucionalidad, a un costo muy alto para una Iglesia que
con muchas dificultades intenta entrar al siglo XXI (valga aclarar aquí que no
son menores las dificultades que en el mismo sentido tienen las iglesias evangélicas
de las cuales procede quien escribe).
En estas controversias estábamos cuando
en el año 2007 se reunió la V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, en Aparecida, Brasil. Para mi alegría y sorpresa,
recibí días antes de la inauguración, una carta enviada desde el Vaticano y
firmada por el Cardenal Walter Kasper invitándome a ser uno de los cinco
observadores no católicos. Invitación que acepté con sumo entusiasmo a nombre
de la Unión Bautista Latinoamericana con el apoyo de World Vision Internacional. Allí estuve durante casi 20 días
conociendo mejor a la Iglesia católica del continente desde los adentros de su
jerarquía. Y allí llegó Benedicto XVI para hablar primero ante una multitud
reunida en los alrededores de la Basílica de Nuestra Señora de Aparecida, después
en la misa previa a la Conferencia y, al final, en recinto cerrado la noche de
la inauguración. Lo escuché con mucha atención estando a pocos metros de él (por
desconocer los protocolos clericales, me senté en una silla que no era la que
me correspondía y quedé a sólo 10 metros del Papa)[10].
Las actuaciones administrativas y
pastorales de Benedicto XVI se mantuvieron dentro del ya conocido perfil del Cardenal
Ratzinger. La Iglesia, en mi limitada opinión, se mantuvo sobre los
lineamientos de Juan Pablo II. Se afirmó lo mismo, se defendió lo de siempre y
se avanzó poco (algunos analistas creen que también hubo retrocesos).
Pero su historia no termina allí. Este
lunes 11 de febrero, Benedicto XVI nos despertó con la noticia de su renuncia:
«Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado
a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer
adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio,
por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y
palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando».
Nos faltará tiempo para examinar el
significado de este gesto. Necesitaremos más elementos que los que ahora nos
ofrece la prensa italiana y vaticana para interpretar las razones de fondo de
su renuncia. Pero lo cierto, por ahora, es que hizo lo que jamás nadie imaginó,
sobre todo tratándose de un Papa reconocido por su tenacidad y carácter férreo.
¿Por qué no siguió el ejemplo de su antecesor quien en medio de sus limitaciones
físicas y el cansancio de su edad se mantuvo hasta el último día en la Silla de
Pedro? Lo más seguro es que no desea que le pase a la Iglesia lo que le pasó
con Juan Pablo II. Éste pasó a la historia como el viajero incansable, de sonrisa
abierta y brazos extendidos, pero que dejó desatendidos los asuntos internos de
la institución que ahora Benedicto quiso intervenir y no pudo. El Papa polaco
va camino a la canonización, mientras que la Iglesia profundiza su crisis.
Benedicto XVI se reivindica ante muchos
(me incluyo en este grupo) con la nobleza de su renuncia. Leonardo Boff, uno
de sus más duros contendores ha dicho que la renuncia es el gran legado del
Papa alemán; que con ella ha desmitificado la figura papal. Renunció,
dijo Boff, «con elegancia, sin denunciar a nadie y solamente refiriéndose a sus
limitaciones de salud. Pero fue una advertencia fortísima a la curia vaticana,
que debe ahora esperar profundas reformas».
A la dureza de su papado antepongo la
nobleza de su renuncia. Él conoció los escándalos del Banco del Vaticano,
padeció el gobierno paralelo de la Curia romana, experimentó las traiciones de
su mayordomo, afrontó las consecuencias de las filtraciones de documentos
privados (Vatileaks) y actuó con
entereza, aunque tarde, ante la vergüenza de los sacerdotes pedófilos (quiso
que fueran entregados a la justicia civil, pero encontró un muro de
impedimentos).
En sus palabras de renuncia dijo: «Por lo
que a mí respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la
Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria». Cardenal, vuelva a
lo que sabe hacer con excelencia; dedique los años que el Señor le conceda a la
plegaria y a la labor teológica (que bien entendida es otra forma de plegaria).
La filosofía y la teología lo esperan. Jürgen Habermas, estoy seguro, quisiera
continuar el diálogo sobre razón y religión que iniciaron en la Academia
Católica de Baviera (2004); también al filósofo naturalista Paolo Flores
d´Árcais le gustaría seguir debatiendo con usted sobre la existencia de Dios (2000).
Tal vez tenga interés en entablar una nueva conversación con Hans Küng, conocer
mejor a Jon Sobrino, o volver a hablar con Leonardo Boff. Muchos lo esperan.
Con su renuncia nos deja su mejor lección;
nos ha recordado que el poder no lo puede todo y que hay otra manera de ganar
que es perdiendo; otra manera de obtener que es dejando. Bienvenido de nuevo,
Cardenal.
[1] Benedicto XVI, La luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una
conversación con Peter Seewald, Herder, Barcelona, 2010, p. 43.
[3] Hace referencia a Jean-Baptiste-Joseph Gobel,
clérico católico que desempeñó labores políticas durante la Revolución
francesa.
[6] Joseph Ratzinger, Ratzinger, Joseph, Teoría de los principios teológicos.
Materiales para una teología fundamental. Herder, Barcelona, 1985.
[10] Ver: Harold Segura, Crónicas de Aparecida. Un pastor evangélico en la V Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Editorial Kairós, Buenos
Aires, 2008.
Sobre el autor:
El pastor y teólogo Harold Segura es colombiano, radicado en Costa Rica. Director de Relaciones Eclesiásticas de World Vision International y autor de varios libros.
Anteriormente fue Rector del Seminario Teológico Bautista Internacional de Colombia.
Sigue a Harold Segura en Twitter
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