Angelo
Giuseppe Roncalli, el papa Juan XXIII, murió el lunes 3 de junio de 1963. Yo
era un niño de 6 años y cuando escuché la noticia salí corriendo por el
vecindario y a grandes gritos comencé a anunciar: «Se murió el Papa, se murió
el Papa» decía, mientras corría con afán. Mi mamá, entre sollozos, salió a
buscarme y me reclamó por qué anunciaba la tragedia como si se tratara del
campeonato de mi equipo de futbol, el Deportivo Cali. «Un Papa no se muere
todos los días, ni su muerte se anuncia con ese bullicio», replicó indignada.
De su antecesor, el Papa Pio XII, no
guardo recuerdos; murió cuando yo tenía apenas un año de edad.
A
Juan XXIII, conocido como el Papa bueno,
le sucedió Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini, Pablo VI, quien fue
coronado (último de los papas en ser coronado) el 21 de junio de 1963, tan sólo
18 días después de la muerte de su antecesor. Ocupó la silla de san Pedro hasta
el día de su muerte, el 6 de agosto de 1978. Fue Papa por 15 años. Mis
recuerdos del exarzobispo de Milán se mantienen frescos, sobre todo su visita a
Colombia en agosto de 1968. Yo iba a cumplir 11 años de edad y, en aquel
tiempo, como católico devoto me arrodillé junto a mi mamá frente al televisor
en blanco y negro cuando el Papa impartió la bendición antes de regresar a
Roma.
El siguiente Papa fue Juan Pablo I, el
llamado Papa de la sonrisa, quien solo duró 33 días en su cargo. Su pontificado
fue uno de los más breves de la historia.
Y después de Juan Pablo I, Juan Pablo II,
quien permaneció como Papa y jefe de Estado de la Ciudad del Vaticano por 27
años; desde octubre de 1978 hasta el 2005. Durante su pontificado viví mi
juventud, estudié en la universidad, comencé mi labor pastoral, contraje
matrimonio… y muchas cosas más. 27 años son mucho tiempo; tantos como para que
muchos llegáramos a creer que sólo ese Papa había existido y nunca veríamos
otro más. Cuando él visitó mi ciudad (Cali, Colombia), ofició una misa campal el
4 de junio de 1986, a pocas cuadras de la Iglesia Bautista de San Fernando
donde yo servía como pastor. Era un miércoles y, antes de ir a la iglesia para
cumplir con mi responsabilidad pastoral, esperé a que pasara en el Papamóvil por
la Autopista Sur. Cumplido mi deseo de verlo, aunque fuera de lejos, me dirigí
a mi iglesia para ofrecer la conferencia que había anunciado sobre la historia
del papado y nuestras diferencias evangélicas sobre la doctrina católica de la
infalibilidad. Mientras el Papa hablaba ante más de medio millón de personas,
yo le predicaba a mi comunidad de fe que no llegaba ni a medio millar.
Juan Pablo II murió el 2 de abril de
2005 y para aquel entonces yo había cumplido más de 25 años de ejercicio
pastoral y teológico. Tenía la suficiente madurez, eso creo, para celebrar como
protestante las bondades de este Papa
(sin por ellas olvidar sus desaciertos), para reconocer su templanza pastoral,
su talante moral y su arrojo político. Entonces, siendo ya Director de
Relaciones Eclesiásticas de World Vision
para América Latina, llame a mis colegas y demás compañeros y compañeras de
labores a una celebración ecuménica que oficié en memoria de su vida. No cabía
duda: había muerto uno de los más grandes de la larga y sinuosa historia de los
obispos de Roma.
Y después de Juan Pablo II ¿quién podía
ser el próximo Papa? En mis fallidas hipótesis, podía ser cualquiera, menos el
que fue: Joseph Ratzinger. Él no podía ser, decía yo haciendo gala de mis
suposiciones. No era posible que la Iglesia católica, en ese momento de su
historia y frente a los enormes desafíos del nuevo siglo nombrara a un teólogo académico
(con poco talento administrativo), de escasas habilidades sociales (a
diferencia del carismático Papa polaco) y con numerosos antagonistas teológicos,
sobre todo en América Latina, el continente donde se aloja 39% del total de
católicos del mundo. Ratzinger había sido encargado por Juan Pablo II como
responsable de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (heredera de
la Sagrada Congregación del Santo Oficio) en la que sirvió como custodio
irrestricto de la ortodoxia romana. No había razones dentro de ninguna lógica institucional
para que él fuera el próximo Papa… pero lo fue.
El 19 de abril de 2005, día de la
elección, seguí con interés los acontecimientos a la espera del humo blanco.
Llegado el momento apareció Joseph Ratzinger en el balcón central de la
Basílica de San Pedro, con sus brazos dirigidos hacia la multitud reunida en la
plaza después de que el Cardenal chileno, Jorge Medina, anunciara la noticia.
Entonces, golpee mi escritorio y dije sin medir mis diplomacias ecuménicas y
para la sorpresa de quienes me acompañaban: «¡No puede ser; no puede ser!» y me
paré desconcertado.
Para los católicos del ala progresista
de la Iglesia (que son muchos) esta no fue una buena noticia; tampoco lo fue
para quienes abrazamos convicciones ecuménicas (¡cómo podíamos olvidar su
Declaración Dominus Iesus del año
2000!). Sobraban razones para la desconfianza.
Han pasado siete años desde su elección.
En la silla de Pedro ha estado un teólogo del más alto calibre académico; un
alemán introvertido que gozó del pleno respaldo del Colegio Cardenalicio (hecho
a imagen y semejanza de Juan Pablo II y del mismo Benedicto XVI), un experto
conocedor de las minucias vaticanas y a quien le correspondió administrar uno
de los períodos más cruciales en la vida del catolicismo mundial.
Esta semana, estando lejos de mi casa
por razones de trabajo, escuché la noticia de la renuncia del Papa a través de
una emisora colombiana (soy radiófilo empedernido). De inmediato me fui a
buscar a mi colega y buen amigo polaco Tadeusz Mich, encargado en World Vision Internacional de las
relaciones con el Vaticano. Ni él ni los demás colegas a los que les conté la
noticia la querían creer. Algunos pensaron que era culpa de mi pésimo inglés
que no lograba expresarles lo que estaba pasando. Ni en buen español ni en
lamentable inglés parecía ser una noticia creíble.
Lo que sabemos es que los Papas mueren
siendo Papas (solo cuatro de ellos han renunciado). La última renuncia —de las
cuatro que ha habido— sucedió hace seis siglos. Por eso nos resulta impensable
la figura de un exPapa, como lo será Benedicto XVI a partir del 28 de febrero.
Las razones de esa renuncia son pan que
alimenta las especulaciones periodísticas. Éstas van desde quienes piensan que
el Papa está enfermo y cansado, hasta quienes intuyen enmarañadas razones
institucionales ante presiones que incluyen, entre otras, crisis económicas,
razones teológicas y deslealtades internas. Entre estas últimas opiniones están
las de los españoles Miguel Mora y Juan G. Bedoya en el diario El País, quienes
dicen que «El ortodoxo cardenal alemán de alma tridentina ha sido durante su
mandato un Papa solo, intelectual, débil y arrepentido por los pecados, la
suciedad y los delitos —él empleó estas dos palabras por primera vez— de la
Iglesia, y rodeado de lobos ávidos de riqueza, poder e inmunidad. La Curia forjada
en tiempos de Wojtyla era una reunión atrabiliaria de lo peor de cada diócesis,
desde evasores fiscales hasta abogados de pederastas, pasando por
contrarrevolucionarios latinoamericanos y por integristas de la peor especie.
Esa Curia digna de El Padrino III siempre vio con malos ojos los intentos de
Ratzinger de hacer una limpieza a fondo, mientras los movimientos más pujantes
y rentables, como los Legionarios, el Opus Dei y Comunión y Liberación,
torpedeaban a conciencia cualquier atisbo de regeneración»[1].
Tiempo tendremos para seguir escuchando
otras explicaciones y conocer detalles de las intimidades de la decisión. Mientras
tanto, se avecina una nueva avalancha noticiosa acerca de quién será el sucesor.
Ahora, como hace siete años, se vuelve a
especular de qué lugar del mundo será el próximo Papa. Que será africano, dicen
unos y mencionan nombres como los del cardenal de Ghana Peter Turkson; qué será
canadiense, dicen otros y nombran a Marc Oullet; que será iberoamericano,
opinan otros y citan los nombres de Odilio Pedro Scherer, arzobispo de São
Paulo (a quien tuve el privilegio de conocer en Aparecida, Brasil, en el 2007),
João Braz de Avis, también brasileño, o el argentino Leonardo Sandri. Y la
lista sigue. Cuesta creerlo, pero varias casas de apuestas ya han hecho de esta
elección un negocio.
También hay quienes opinan que el papado
regresará a Italia; en fin, que será de aquí o de allá, que será negro o
blanco, que será joven (menos de 70 años) o que pasará de los 70 (menos joven).
Pero la verdad inquietante es que nadie discute el enfoque teológico o el
acento político que traerá… porque el actual Colegio cardenalicio se
caracteriza por su pasmosa uniformidad. En la actualidad está conformado por 209
cardenales, 118 electores y 91 no electores. De los 118 con posibilidades
papales 62 son europeos, de los cuales 28 son italianos, mientras 19 provienen
de América del Sur, 14 de América del Norte, 11 de África y 11 de Asia, y uno
solo de Oceanía. Todos fueron nombrados bajo los pontificados de Juan Pablo II
y Benedicto XVI; sólo dos por Pablo VI, pero no son candidatos por ser mayores
de 80 años de edad. De los electores, 71 fueron nombrados por Juan Pablo II y
67 por Benedicto XVI.
Quizá
esta uniformidad sea en este momento tanto una de «las mayores conquistas» de
los dos últimos Papas —según la perspectiva de la institucionalidad católica—
como también uno de los hechos más lamentables para esa misma
institucionalidad. Lamentable, opino yo, porque la disidencia es un valor que
se cultiva en toda institución que aspiran a ser saludable y relevante; sobre
todo si se trata de Iglesia que es, en el concepto paulino, el Cuerpo de Cristo
cuya armonía se explica a partir de su rica diversidad.
Bueno, los próximos serán días de mucha
actividad en los pasillos del Vaticano; además, serán plato jugoso para los
periodistas, en especial los que se especializan en los asuntos de la Iglesia
católica (John L. Allen Jr. entre los mejores) y despertarán el interés de
quienes sin ser especialistas (ni tampoco católicos) seguiremos el proceso por
reconocer su innegable trascendencia espiritual, social y política.
En lo personal (esta no ha sido más que
una nota personal) vivo este momento con profundo respeto y esperanza. Lo
acompaño en oración. Una esperanza terca que cree en que aún es posible ver en
estos años por venir un catolicismo diferente: amante de la unidad, comprometido
con los empobrecidos, respetuoso de las diferencias, participativo en sus
decisiones, profético ante el poder, libre para amar a los despreciados del
mundo y humilde ante la verdad. El cardenal jesuita Carlos María Martini,
arzobispo emérito de Milán, dijo meses antes de su muerte: «Antes tenía sueños sobre la Iglesia.
Soñaba con una Iglesia que recorre su camino en la pobreza y en la humildad,
que no depende de los poderes de este mundo; en la cual se extirpara de raíz la
desconfianza; que diera espacio a la gente que piensa con más amplitud; que
diera ánimos, en especial, a aquellos que se sienten pequeños o pecadores.
Soñaba con una Iglesia joven». Y agregó con frustración: «Hoy ya no tengo más esos sueños».
Y el cardenal Martini falleció el 31 de
agosto de 2012 sin ver sus sueños cumplidos. Pero quienes lo sobrevivimos podemos soñar (¿ingenuidad?). «Para el que tiene fe, todo es
posible» (Marcos 9:23), enseñó Jesús. Fe en que es posible lo imposible: que los
lineamientos del Concilio Vaticano II reorienten los rumbos de la Iglesia y
ella se abra al mundo, para que, entonces, el mundo la tenga en cuenta a ella.
Les aseguro que cuando eso pase, volveré a abrir la puerta de mi casa, como
cuando tenía 6 años, y saldré corriendo para decirles a mis vecinos que Juan
XXIII ha regresado. «Volvió el Papa, volvió el Papa». Les aseguro que lo haré.
[1] Citado por Leopoldo Cervantes-Ortiz: La renuncia-abdicación de Ratzinger,
Agencia Latinoamericana de Noticias, febrero de 2013.
Sobre el autor:
El pastor y teólogo Harold Segura es colombiano, radicado en Costa Rica. Director de Relaciones Eclesiásticas de World Vision International y autor de varios libros.
Anteriormente fue Rector del Seminario Teológico Bautista Internacional de Colombia.
Sigue a Harold Segura en Twitter
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