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Oscar Romero, 1917 - 1980 (Imagen: Pixabay) |
Con un tiro a la
altura del corazón pretendieron dar fin al profeta del pueblo que un día antes,
en la homilía dominical en la
Catedral de San Salvador, había hecho un llamamiento a los
hombres del ejército, a las bases de la Guardia Nacional y de la Policía para que dejaran
de matar a su pueblo. Dijo: “Ningún
soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios… Ya es tiempo
de que recuperen su conciencia y obedezcan antes a su conciencia que a la orden
del pecado”. Y agregó: “Queremos que
el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas que van teñidas de
sangre”.
Su delito fue
condenar las infamias del gobierno, denunciar la violencia de las fuerzas
militares y reclamar justicia para su pueblo; y ese delito lo pagó con su vida.
Sus enemigos le cobraron su atrevimiento profético silenciando su voz aquella
tarde mientras cumplía con su deber de pastor en la capilla del Hospital de la Divina Providencia.
Sus reclamos resultaron inaceptables para los poderosos. Su predicación en
defensa de los más necesitados no fue tolerada por los opresores y violentos.
Sentir con
la iglesia
Hoy, el legado
espiritual del Arzobispo de San Salvador está vigente. Su acción pastoral
estuvo orientada, desde el inicio de su nombramiento el 23 de febrero de 1977,
a acompañar a su pueblo en las situaciones de miseria y de muerte. Su lema fue
“Sentir con la iglesia”. Eso significó estar al lado de la gente más
necesitada, aunque en eso no tuviera el respaldo de la jerarquía de la iglesia
y mucho menos del gobierno de turno. Puso la Arquidiócesis al servicio de la
paz y de la reconciliación en un momento en el que la situación política y
social de su país era en extremo difícil, y se complicaba aún más por el nuevo
fraude electoral que puso en el poder a otro militar, el General Carlos
Humberto Romero.
Monseñor estuvo
con la gente. Fueron incontables sus visitas pastorales. Donde se le invitaba,
allá iba, aún a los más apartados rincones de El Salvador. Acudía corriendo los
riesgos de un país en guerra civil. No perdía oportunidad para estar con la
gente, en especial con los más pobres. Le gustaba dialogar con los miembros de
las comunidades a donde iba y escuchar sus opiniones. De esa manera formó
muchas comisiones de trabajo popular y equipos de servicio cristiano. En la
capital, sirvió como mediador de los conflictos laborales y como vocero de los
más débiles. Creó una oficina de defensa de los derechos humanos y abrió las
puertas de la iglesia para dar refugio a los cientos de campesinos que huían de
la persecución en el campo. El pueblo reconoció en él a un pastor y servidor
identificado con sus penas y a un defensor de sus derechos. Eso fue lo que quiso ser: “Quiero ser el
servidor de Dios y de ustedes… Soy simplemente el pastor, el hermano, el amigo
de este pueblo… El que esté en conflicto con el pueblo estará en conflicto
conmigo”.
Conversión
a tiempo
Pero Monseñor no
fue siempre así. Su primera parroquia fue la de Anamoros, en el oriente del
país, de donde fue trasladado poco tiempo después a la ciudad de San Miguel,
situada a 138 kilómetros de la capital. En este lugar desarrolló, desde 1944,
su labor pastoral por más de veinte años. Fue conocido por su dedicación
convencional a su feligresía, por su piedad, por su vida de oración, pero
todavía no por un relevante compromiso social. Hasta hubo quienes lo
calificaron de “reaccionario, intolerante y tradicionalista a ultranza”. Como
lo hubieran preferido por siempre sus posteriores enemigos.
En 1966 fue
elegido Secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador. Su nombramiento
no fue bien recibido por los sectores progresistas de la iglesia, los que
conocían su tradición conservadora y sabían de sus intenciones de desviar los
aires de renovación que venían soplando desde el Concilio Vaticano II. Sus
planteamientos como secretario del episcopado y como director del periódico Orientación,
no hicieron más que confirmar esas sospechas. Pero en 1974 fue nombrado Obispo
de la Diócesis de Santiago de María, en el Departamento de Usulután, y allí
comenzó el cambio.
En Santiago de
María, una Diócesis con dos millones de habitantes y con no más de veinte
parroquias, tuvo la oportunidad de conocer desde otro ángulo la realidad
salvadoreña. Allí palpó la represión, la
persecución política de un gobierno ilegítimo, la miseria y la explotación en
la que vivían los pobres. Se encontró
con nuevas y diferentes realidades sociales que exigían otras líneas de acción
pastoral. El 21 de junio de 1975 la Guardia Nacional asesinó a cinco campesinos
en el Cantón “Las Tres Calles” y, aunque no hizo una denuncia pública como
algunas personas se lo pidieron, escribió una exaltada carta al presidente,
Coronel Arturo Armando Molina: “Ahora, Señor Presidente, después de haber
convivido esta desolación, sembrada por quienes deberían ser inspiración de
confianza y seguridad de nuestro noble campesinado, cumplo con mi deber de
expresar a Ud. mi respetuosa pero firme protesta de obispo de la Diócesis, por
la forma en que un "cuerpo de seguridad" se atribuye indebidamente el
derecho de matar y maltratar”. A la masacre de “Las Tres Calles” se unieron otros hechos que le
hicieron reflexionar y tomar decisiones a las cuales hasta entonces no estaba
acostumbrado.
Cuando fue
nombrado Arzobispo de San Salvador aún contaba con el favor del gobierno y de
los grupos de poder que habían sido sus amigos. Pero una semana después, el 12
de marzo de 1977, sucedió algo que lo cambiaría por siempre: fue asesinado su
entrañable amigo, el padre jesuita Rutilio Grande. Entonces Monseñor fue otro.
Amenazó al gobierno con el cierre de las escuelas y con la ausencia de la
Iglesia católica en los actos públicos. “Cuando yo lo miré a Rutilio muerto, pensé: si
lo mataron por hacer lo que hacía, me toca a mí andar por el mismo camino...
Cambié, sí, pero también es que volví de regreso”. Cambió
a favor de su pueblo y en contra de quienes con el poder de las armas imponían
su antojadiza voluntad. Optó por los pobres, encaró la persecución con
entereza, dejó que su voz de profeta indignado se escuchara en los altares del
poder oligárquico y afirmó su fe para seguir a Jesús por la senda de los
desvalidos.
Jesús,
razón de su esperanza
Las convicciones
de Monseñor estuvieron enraizadas en la esencia misma del evangelio y en su
fidelidad a la persona de Jesús. Lo dijo una y otra vez: “Jesús es la fuente
de la esperanza. En Jesús se apoya lo que predico. En Jesús está la verdad de
lo que estoy diciendo…la opción preferencial por los pobres no es demagogia, es
evangelio puro…esta es la trascendencia, sin la cual no es posible una
perspectiva de justicia social: Cristo presente en los más pequeñitos”. Romero
---como lo llamaban sus amigos y ahora lo llama todo el pueblo--- no fue un
mero activista social de inspiración política, ni un caudillo popular que
enardeciera las masas tras la búsqueda de poder personal. “Jamás me he
creído un líder” dijo en la homilía pronunciada el 28 de septiembre de
1977, “Sólo hay un líder: Cristo Jesús”. Él era ante todo un creyente
para quien Dios, lejos de ser un vocablo vacío o una realidad abstracta, es la
razón de ser de la vida y el horizonte último de la justicia, la paz, el amor y
la verdad.
La
espiritualidad de Monseñor Romero es su más grande herencia para los cristianos
de América Latina y del mundo. Creyó en Dios a la manera de Jesús. Para él,
estar en comunión con Dios, predicar a Dios y orar a Dios era, ante todo, hacer
real y efectiva la voluntad de ese Dios aquí mismo, en esta tierra de dolores y
alegrías, de angustias y esperanzas. Luchó contra las atrocidades de los
violentos, contra los abusos de los gobernantes, contra la indiferencia de los
ricos y contra el egoísmo de todos, porque para él, la guerra, el despotismo y
la resignación son pecado; formas de negar la voluntad del Creador.
Más
presente que nunca
Su vida es ahora
una lección viviente y su asesinato la aparente victoria de quienes intentaron
matarlo. Días ante de que el asesino le disparara, había dicho en la Catedral:
“He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirles, que como cristiano,
no creo en la muerte sin resurrección. Si
me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Y refiriéndose a otros
mártires caídos por las mismas armas, había afirmado: “Les han querido matar
y están más presentes que antes en el pueblo”.
Treinta y ocho años después, Monseñor está más
presente que antes, como él lo había querido, en medio del pueblo salvadoreño. Su
sangre, junto a la de todos los inocentes “desde Abel el justo hasta
Zacarías, hijo de Berequías” (Mateo 23:35) clama por justicia.

El pastor y teólogo Harold Segura es colombiano, radicado en Costa Rica. Director de Relaciones Eclesiásticas de World Vision International y autor de varios libros. Anteriormente fue Rector del Seminario Teológico Bautista Internacional de Colombia.
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