De Tales de
Mileto, uno de los siete sabios de Grecia (c.624-546 a.C.), considerado por
muchos como fundador de la filosofía occidental, Platón cuenta que una noche estaba
observando las estrellas y quedó tan absorto que se cayo en un pozo. Esta
anécdota, bastante graciosa y probablemente apócrifa, encierra una gran verdad:
en los inicios del pensamiento occidental había unna nota de asombro, de
maravilla, hasta una cierta actitud de reverencia humilde ante la creación y
ante la verdad.
Creo que lo
mismo puede decirse para la reflexión teológica. La buena teología nace del asombro, del sentido de maravilla ante
Dios, su palabra y su verdad. Nace de la adoración, y en adoración. La teología
yahvista, del gran "Yo soy", nació cuando un pastor de ovejas quedó
estupefacto, con gran asombro, ante una zarza que ardía sin consumirse. El
profeta Isaías cuenta su propia experiencia asombrosa, el año que murió el rey
Uzías, cuando "vio a Dios excelso y sublime, sentado en un trono" y
su gloria llenaba el Templo. Saulo de Tarso, por su parte, vio al Cristo
Resucitado rodeado por una gran luz cegadora y deslumbrante. Esa visión lo sacó
de su caballo y lo tiró al suelo. Hoy también la teología debe comenzar con un
encuentro con el Señor.
En el
pensamiento occidental, vino un cambio radical con la filosofía de René
Descartes (1596 –1650), pionero de la modernidad. Descartes
enseñó a la filosofía moderna a comenzar con la duda y proceder con "la
duda metódica". De ahí su famosa fórmula, como fundamento firme de su
pensar, "cogito, ergo sum" ("Pienso,
por lo tanto soy"). Aun si dudo que existo, ahí estoy dudando y por lo
tanto existiendo. Descartes priorizó una especie de racionalismo crítico y
escéptico, cuyo punto de partida era la duda para llegar desde ella al
conocimiento. Esa revolución cartesiana nos afecta a todos, tanto positiva como
negativamente.
La sana
teología nace de la revelación divina
y es, en primer término, reflexión sobre ella. "A Dios nadie lo ha visto
nunca", concluye el prólogo del cuarto evangelio; "el Hijo
unigénito... nos lo ha dado a conocer" (Jn 1:18). "Nadie conoce al Padre sino el Hijo y
aquel a quien el Hijo quiere revelarlo" (Mt 11:27; cf. 1Co 2:10; Ef 3:5). Según
Karl Barth, siguiendo a Calvino, sólo Dios conoce a Dios y sólo por su
auto-revelación podemos conocerlo. Por eso, dice Barth, cuando Dios se descubre
(se revela) siempre se encubre a la vez (se vela), porque no se agotó en su
revelación.
Pero Dios
se ha revelado y puede ser conocido. Toda teología sana comienza con el
"auditus fidei", el escuchar en fe a la palabra de Dios en Cristo y
en las escrituras. Dios se revela en Cristo, atestiguado normativamente por las
escrituras. La creación (Sal 19), la conciencia (Rom 2:14-15) y la experiencia
también pueden revelar a Dios (cf. el cuadrilátero wesleyano).
La sana
teología parte de la fe y se mueve
en ella "de fe en fe". Esto se expresa en la famosa frase, Credo ut intelligam ("Creo para
poder entender"). San Agustin (354-430), en uno de sus sermones, dialoga
con los oyentes: "Tú
decías: 'entienda yo y creeré'. Yo, en cambio, decía: 'cree para entender'. ((crede,
ut intelligas) ...'Entienda
yo, dices, y creeré'. Cree, digo yo, para entender'. Responde el profeta: 'Si
no creyereis, no entenderéis'. (San Agustín, Sermón XLIII; que repite la idea seis
veces; cf. Tract. Ev. Jo., 29.6). Para Agustín el conocimiento no
era meramente racional y académíca sino integral; el verdadero conocimiento de
Dios involucraba para él las pasiones y la voluntad además del intelecto. El
verdadero teólogo, como el verdadero filósofo, es un enamorado de Dios (verus
philosophus amator dei est). La fe no depende de evidencias y pruebas externas
a ella misma, sino de la firme convicción del corazón.[1]
Esta orientación
teológica era muy enfática en San Anselmo (1033-1109). En el primer capítulo de
Proslogio se expresa muy
elocuentemente:
No intento, Señor, penetrar tu profundidad,
porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi inteligencia; pero deseo
comprender tu verdad, aunque sea imperfectamente, esa verdad que mi corazón
cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para llegar a
comprender. [Neque enim quaero
intelligere ut credam, sed credo ut intelligam] Creo, en efecto, porque, si
no creyera, no llegaría a comprender.
Con este punto de partida, el quehacer teológico se entenderá como fides quaerens intellectum ("la fe en busca del entendimiento", que fue el título original del Proslogio de Anselmo). La teología es "la inteligencia de la fe" que no parte de la fe, no del mero raciocinio, como si Dios no se hubiera revelado. Este mismo enfoque fue adoptado por los reformadores protestantes en el siglo XVI y por Karl Barth en el XX.[2] José Míguez Bonino, en su libro La fe en busca de eficacia, asume el mismo enfoque pero lleva el intellectus un paso más adelante hacia la praxis, en que el conocimiento no es un fin en sí. La tesis de Míguez podría formularse como "la fe en busca de inteligencia, en aras de la transformación de la realidad" (cf. la onceava tesis de Marx contra Feuerbach).
[1] Con esto concuerda
el concepto neotestamentario de "misterio" como algo antes
desconocido pero ya revelado, que no hubiéramos conocido con esa revelación.
[2] Sobre este tema en Pascal,
Kierkegaard y Barth, véanse los pasajes correspondientes en Hans Küng, ¿Existe Dios? (Cristiandad 1979).
Sobre el autor:
Juan Stam se nacionalizó costarricense como parte de un proceso de identificación con América Latina. Es Dr. en Teología por la Universidad de Basilea. Docente y escritor de libros, artículos y del Comentario Bíblico Iberoamericano del Apocalipsis de Editorial Kairós.
COMENTARIOS: