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Pablo no esconde la sorpresa que la causó “el salto de talanquera” de algunos creyentes. Con preocupante facilidad, estos habían dejado el evangelio que recibieron de los apóstoles para adherirse a “un evangelio distinto”, como dice Pablo, no porque existiera tal cosa, sino porque se habían infiltrado falsos maestros para tergiversar el evangelio de la gracia de Dios en Cristo y confundir a los creyentes. A esos maestros, los pone bajo sentencia de maldición (1:9). La carta a los Gálatas es una doble y ardorosa defensa, por un lado, de la autoridad de Pablo como apóstol de Jesucristo; y, por el otro lado, del evangelio de la gracia de Dios en Cristo. Por eso, su autor carga contra los judaizantes, empeñados en dos perniciosos asuntos: agregarle a la gracia lo que no correspondía: circuncisión y observancia de la ley mosaica, y, en consecuencia, negar la suficiencia de la persona y obra de Cristo para la salvación y la vida cristiana. Esta carta, por tanto, debería ser leída, y releída, a fin de evitar dos excesos: el legalismo (añadirle a la gracia) y el libertinaje (restarle a la gracia).
Como se observa, la primera defensa, la del evangelio, es un asunto fundamental. Pero, con el mismo asombro que impulsó en Pablo la primera defensa, quisiera observar algunas cosas con relación a la segunda, la de su apostolado o liderazgo. En este ámbito, se asombra uno con ciertas actitudes y procederes. Veamos algunas marcas en el incipiente liderazgo de Pablo y tratemos de derivar principios válidos para nuestro tiempo.
El mensaje de Pablo no era de invención humana (1:11). El llamamiento de Pablo era divino: “Dios me había apartado desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia. Cuando él tuvo a bien revelarme a su Hijo para que yo predicara entre los gentiles…” (1:15). Al principio, su nombre generaba desconfianza, por su vida pasada: “… Ya están enterado de mi conducta cuando pertenecía al judaísmo, de la furia con que perseguía a la iglesia de Dios, tratando de destruirla” (1:14). Pablo, inspiraba terror entre los creyentes y carecía de reconocimiento entre los líderes de la iglesia (1:22-23). Poco a poco, la gente se fue enterando de la obra del Señor en Pablo: “Solo habían oído decir: ‘El que antes nos perseguía ahora predica la fe que procuraba destruir. Y por causa mía glorificaban a Dios” (1:23-24).
Era natural, pues, que la gente tuviera sus reservas con alguien que tuvo un pasado tan cuestionable, que apenas venía llegando, o no había tenido el tiempo suficiente para evidenciar lo genuino de su encuentro con Jesús, su llamamiento y su aptitud para el servicio. Aquí quiero notar dos cosas. Primero, por contradictorio que parezca, para ejercer el liderazgo en nuestras comunidades cristianas, no es suficiente con que alguien aparezca alardeando de títulos, ministerios y llamamientos. Nada más peligroso que esos mesías, que caen en “paracaídas”, y llegan prometiendo “salvación” y “avivamientos” de las iglesias o los ministerios, pero nadie sabe mayor cosa de ellos. El liderazgo tiene que ser probado y comprobado. Para ello, en segundo lugar, hay que darle tiempo a la gente. Ni siquiera Jesús se omitió el tiempo de gestación para su encarnación. Y, durante su ministerio (inicio, desarrollo y consumación, aplicó el principio de validación: sus obras, el Padre, la voz del cielo, Juan el Bautista, el testimonio de sus discípulos, la confirmación de sus obras). ¡La gente necesita tiempo para gestar y parir ministerios! Todo el que comienza, tiene que saber esto: está comenzando.
Esto no se debe confundir con la burocracia y las luchas de poder que impiden a otros descubrir y desarrollar sus dones y talentos en comunidades cristianas. Grupos de privilegios, o “cogollos”, son tan nocivos como la ligereza al momento de abrirle campo a alguien para que lidere, así no más. Con los perfiles y los lapsos, ¡ni muy muy, ni tan tan! Pero, definitivamente, el liderazgo cristiano es cosa seria: implica modelar a Cristo, servir a otros en su nombre. Tiene que ver con el trato a la persona del Dios trino y su palabra; con la respuesta a la causa de Cristo en el mundo; y con el trato a personas.
A propósito de los tiempos, luego de su encuentro con el Señor resucitado, Pablo, en lugar de ir a Jerusalén, fue a Arabia, a una especie de “retiro”. Necesitaba procesar su experiencia de fe, decantar, replantear, asimilar. De ahí, regresó a Damasco. Pasado “tres años”, fue a Jerusalén a visitar a Pedro. Estuvo con él “quince días”. En esa oportunidad, solo vio a Jacobo, el hermano del Señor. “Más tarde”, visitó a las regiones de Siria y Cilicia (1:21). “Catorce años después”, fue de nuevo a Jerusalén. Esta vez, se hizo acompañar de Esteban y Tito. Se reunió “en privado con los que eran reconocidos como dirigentes”, y les explicó de su llamamiento, ministerio y mensaje (2:2). Sería muy simplista siquiera insinuar lapsos, de modo inflexible. Lo más importante es destacar los principios de humildad, asimilación y confirmación.
Quiero terminar con algunas precisiones, o más bien preguntas, a modo de reflexión. ¿Deberían las iglesias, ministerios u organizaciones cristianas, contar con algunos criterios, mecanismos o procedimientos, para confirmar los llamamientos y abrirles campo a determinados ejercicios de liderazgo, dada la seriedad que comporta reflejar a Cristo, ministrar su palabra y trabajar con personas? ¿Por qué tanta ligereza, en algunos casos y ámbitos, al momento de avalar o promocionar proyectos, programas y ministerios? ¿Cuáles son las “señales de compañerismo” hoy entre consiervos, aliados y cooperantes en la obra del Señor? ¿Por qué cuesta tanto compartir lo que entendemos Dios ha encomendado y procurar el apoyo moral y espiritual correspondiente? ¿Por qué tantos “tarantines”?
Más preguntas: ¿No estará jugándonos una pasada el afán de gloria personal y la competencia? ¿Cómo tratar y acompañar a los que se inician en el liderazgo? ¿Cómo tratar a los que, por llamamiento, dedicación y reconocimiento, merecen consideración? ¿Cómo lidiar con los que, abiertamente, pervierten el evangelio, confunden a los creyentes y perturban a las iglesias y ministerios? ¿Cómo hacer con los que usan la obra como trampolín para sus glorias personales? ¿Cómo lidiar con los que se consideran “importantes”, cual Diótrefes contemporáneos? ¿Cómo tratar con esa cultura que dice: “Quítate tú, para ponerme yo”? ¿Qué diferencia hay entre el lobby de los políticos y los de algunos en ámbitos cristianos? ¿Cómo reconocer y honrar la humildad y el ministerio de las “columnas” de la obra del Señor? Algo que saltó a la vista, cuando Pablo es confirmado por sus pares, recibió solo una petición: “Que nos acordáramos de los pobres, y eso es precisamente lo que he venido haciendo con esmero” (2:10). ¿Nuestros liderazgos y ministerios, por cierto, honran esta petición?
Cada generación de creyentes, de acuerdo a Gálatas, de cuando en cuando, tendrá que lidiar con las distorsiones de la gracia de Dios en Cristo: legalismos y libertinajes. El asombro, por el abandono del evangelio de nuestro Señor Jesucristo, no nos abandonará del todo. Pero a cada generación de cristianos tocará también lidiar con luchas de poder y modelos de liderazgo sinuosos, anárquicos, interesados, autosuficientes y vanagloriosos. Al final, con esos procederes, tristemente, no se hace justicia al evangelio ni al carácter de Cristo; no se le hace bien a la iglesia de Dios. Las palabras de Pablo sirvan como una declaración de filosofía ministerial y código de ética para los liderazgos cristianos actuales: “¿Qué busco con esto: ganarme la aprobación humana o la de Dios? ¿Piensan que procuro agradar a los demás? Si yo buscara agradar a otros, no sería siervo de Cristo” (Gál. 1:10). La gloria de Dios es el brillo de todo auténtico liderazgo cristiano, y eso también se puede apreciar y reconocer.
Sobre el autor:
Richard Serrano es pastor, teólogo y músico venezolano. Fue rector del Seminario Teológico Bautista de Venezuela. Actualmente, es pastor de la Primera Iglesia Bautista de San Antonio de Los Altos. Es director de educación teológica de la Unión Bautista Latinoamericana (UBLA). Realiza estudios doctorales en SETECA. Con su familia, vive en San Antonio de Los Altos, cerca de Caracas, Venezuela.
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