Conozco algunos cristianos que
durante muchos años se identificaban como “evangélicos”, que ahora han
abandonado dicho término para sustituirlo por el de “protestantes” para
evitar ser confundidos con algunos que son llamados “evangélicos” o “evangelistas”
y que no dan un buen testimonio cristiano. Por lo tanto, no me ha sorprendió que la Iglesia Metodista
uruguaya haya tomado una decisión
similar en el 2004. Un despacho de la
Agencia Prensa Ecuménica de fecha 16/07/04 nos informaba que:
“La XVIII Asamblea del metodismo uruguayo decidió cambiar el nombre
de su denominación de “Iglesia Evangélica Metodista en el Uruguay” por el de
“Iglesia Metodista en el Uruguay”. Continúa diciendo el despacho que: “Esa
iniciativa tuvo su motivación en la importancia de adecuar la terminología a la
aprobada por el Gobierno Nacional pero tenia como base conversaciones
anteriores sobre la necesidad de evitar la confusión actual del término
“evangélico” y “evangelista” y afirmarse en la identidad ser “metodista”. Es
probable que otras iglesias hayan tomado el mismo camino.
Ciertamente
a muchos creyentes hoy les cuesta trabajo identificarse a si mismos como
evangélicos. ¡Cómo han cambiado los tiempos! Cuando yo me convertí, en el año
1946, las personas llamadas evangélicas
eran consideradas como honestas, confiables y respetables. Hoy vemos, con tristeza
y desagrado, que este término se usa en programas radiales o de televisión en
un sentido peyorativo y para producir hilaridad. La confusión actual está
relacionada con la atomización del pueblo llamado evangélico.
En las últimas décadas se ha producido una gran atomización de las iglesias
evangélicas. La unidad monolítica de las grandes denominaciones se ha visto
resquebrajada al producirse múltiples divisiones dentro de ellas. Además han
surgido, y siguen surgiendo, nuevas divisiones.
Algunos grupos nuevos tienen nombres tan pintorescos que dificulta identificarlos como una comunidad de fe
cristiana. Al respecto, quiero expresar una experiencia personal. Haciendo una de mis caminatas cotidianas,
ordenadas por el médico, recorría el Parque Chacabuco de la ciudad de Buenos
Aires. Al sentirme cansado por el
esfuerzo, me senté en uno de los bancos
del parque. Se me acercó una señora repartiendo unos volantes. Yo le pregunté:
¿Qué es lo que Ud. me ofrece?, a lo que
respondió: “Es la Palabra de Dios”,
“¿son ustedes católicos?”, le dije, “¡no, somos evangélicos!”, me respondió.
Entonces le hice notar que yo no encontraba la palabra evangélico en el
volante, pero que, como mencionaba a Jesucristo en el título supuse que era católica. Ella me dijo que pertenecía a una iglesia de
la calle tal número tal; y que si yo asistía al culto en ese lugar, Dios se iba
a poner muy contento. Le pregunté si Dios se sentiría enojado conmigo si yo
asistiera a otra iglesia. Expresó entonces su convicción de que en su iglesia
se predicaba el verdadero evangelio, y que yo recibiría grandes bendiciones si
asistía. Le pregunté como sabía ella que
en su iglesia se predicaba el evangelio verdadero, me explicó que su pastor se había separado de
una congregación donde no se predicaba todo el evangelio, y fundó una nueva
según los mandamientos de la Palabra de Dios. Le pregunté cuándo se había
fundado la iglesia y cuántas congregaciones tenía. Me respondió que tenían una
sola congregación fundada en el año 1988.
La invité a sentarse a mi lado, y le expliqué que me parecía absurdo que
una persona fundara una iglesia para predicar el verdadero evangelio de Jesús
después de haber transcurrido 1988 años desde su nacimiento. Le expresé mi
extrañeza de que no existiera una iglesia cristiana antes de que su pastor, al
que ella llamaba “el siervo del Señor” fundara “su iglesia”. La señora se turbó y no sabía qué decir. Entonces
me identifiqué como pastor evangélico, y comencé a explicarle
que lo que ella realizaba con tanto amor al distribuir los volantes, no
hacía más que aumentar la confusión que la gente tenía acerca de las iglesias
evangélicas. Me comunicó que, como expresión de su fe ella daba el diezmo, que
ganaba 600 pesos mensuales, y otras informaciones personales. Tratando de
interpretar el amor de Cristo tuve una entrevista pastoral con ella durante
casi una hora. Al terminar nuestro encuentro, ella dejó de repartir volantes y se marchó a su
casa. A través del diálogo me di cuenta
de que esta hermana en Cristo había caído en manos de una persona inescrupulosa
que vivía de la necesidad religiosa de la gente, a través de la fundación de un
“quiosco evangélico”, para
recaudar fondos en el nombre de Dios. Los quioscos, sean de revistas o de
golosinas, tienen uno o varios dueños que se reparten las ganancias. Los que
emocional y espiritualmente dependen de estos quioscos ilegales ante Dios, que
tampoco pagan impuestos al fisco, son
conocidos como “la iglesia del pastor fulano”.
Si el quiosco pertenece a alguien, éste fulano es el propietario, ¿ó no?. No
quiero decir que todos los que han fundado
nuevas comunidades de fe sean delincuentes, pero es muy difícil
distinguir entre los que hacen el trabajo sinceramente y los que roban al pueblo utilizando la fe
religiosa como mercadería.
Es posible
que la usurpación del significante
pastor por algunos “quiosqueros” haya
traído como consecuencia la reticencia de algunos ministros cristianos a identificarse como “pastores
evangélicos”, porque hoy, cualquiera puede hacerse pastor a sí
mismo, aunque jamás haya ido a un seminario ó a una institución teológica, ni
siquiera de visita. Por eso, algunos ministros, como el que suscribe, se
identifican como presbíteros o reverendos.
No es algo
reciente la predicación del evangelio con malas intenciones. Ya en vida de San Pablo, había farsantes que
hablaban en nombre de Cristo para provecho personal ó para dañar a otros.
Veamos un texto: “Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y rivalidad; pero
otros lo hacen de buena voluntad. Los unos anuncian a Cristo por rivalidad, no
sinceramente, pensando añadir aflicción a mis prisiones; pero los otros por
amor, sabiendo que estoy puesto para la defensa del evangelio”. (Filipenses 1.15-17, Versión Reina Valera, 1995).
La situación se ha agravado en estos tiempos de globalización, con su secuela
de corrupción, crisis moral, cuestionamiento de valores fundamentales y
desprecio por los derechos humanos en todas sus manifestaciones. Frente a la
atomización y la confusión reinante en nuestro tiempo, la Iglesia de Jesucristo
necesita ubicarse bien en el contexto histórico en que le toca vivir,
recordando las palabras de nuestro Señor:
“No
ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal”. (Juan 17:15).
Jorge A. León es cubano de origen y radicado en Argentina, doctorado en Filosofía en la Universidad de La Habana (en la especialidad de Psicología) y doctorado en Teología en la Facultad Protestante de Teología de Montpellier, Francia. Tiene un posgrado en psicoanálisis en la Universidad Argentina John F. Kennedy, en Buenos Aires. Miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana. El Dr. León es autor de numerosos libros de Psicología Pastoral y ha sido reconocido como el "Padre de la Psicoloía Pastoral en América Latina"
Sitio Web de Jorge A. León: PsicopastoralCOMENTARIOS: