Si oímos hoy la palabra “mediación”, nos hace pensar en una persona dedicada a la mediación familiar –tal vez el único campo en que existe programas de postgrado en mediación. Pero dichos programas parecen un singular monumento a una práctica que en realidad está ausente, o a la defensiva, en el resto de nuestra vida. Piénsese, por lo pronto, en los diversos movimientos ciudadanos de los últimos tiempos. Trátese de la educación o del medioambiente, y al margen de cuán positiva o negativamente evaluemos cada uno de los puntos defendidos por los movimientos en cuestión, tienen como factor común el responder a o anhelar cierto modelo de democracia directa, inmediata; y las instancias de mediación, cuando las hay, tienen a venirse abajo con rapidez y a ser desprestigiadas por constituir escenarios en que se está cediendo.
Esto no es extraño si se piensa, por ejemplo, en el papel desempeñado por los medios sociales en la política contemporánea: puedo poner una encuesta en Facebook, y en pocos días lograr que miles de personas manifiesten su adhesión a una posición, con un inmediato “me gusta”, sin pasar por las arduas y muchas veces oscuras negociaciones de pasillo de la vieja política: lo inmediato parece no sólo más eficiente, sino incluso más transparente. A quienes han crecido con eso les debe parecer intolerable que, al margen de su encuesta de Facebook, haya que esperar uno o dos años más para tener una elección regular, y que dicha elección regular esté contaminada por todos los otros elementos de la política clásica, en lugar del carácter inmediato de una asamblea popular. No tarda así en que las posiciones se extremen, y acabamos pronto encontrándonos con el curioso fenómeno de que las iglesias se ofrezcan como mediadoras. Ahora bien, no es extraño ni está fuera de lugar que las iglesias se ofrezcan como mediadoras, como pacificadoras en situaciones extremas. Lo curioso es que esto aparezca como medida extraordinaria y como algo proveniente de fuera del campo político; y no para volver a unir a un país tras una guerra civil, sino para solucionar las más cotidianas tareas de la política. Que en el corazón de la actividad política estén los esfuerzos por mediar parece así completamente olvidado.
Pero creo tanto en la vía “mediada”, que ni siquiera eso lo defenderé de modo inmediato, sino precisamente dando un rodeo, viendo lo que ocurre con la inmediatez en otros campos. Y creo que uno de los campos donde más claramente nos encontramos con la misma alternativa entre inmediatez y mediación, es la conciencia. Todo el mundo parece considerar la libertad de conciencia como piedra angular de la democracia liberal, pero no se pregunta con la misma intensidad respecto de lo que entendemos por conciencia. Y con ella ha ocurrido precisamente un movimiento desde la mediación a la inmediatez: la apelación a la conciencia se ha vuelto la apelación a una luz inmediata, como si ella no estuviera inmersa en proceso de deliberación alguno. No parece exagerado afirmar que es ésta la concepción dominante de la conciencia hoy en día, aunque aparezca en formas muy distintas: como una voz, una iluminación, un llamado, un angelito -imágenes populares que tienen su correspondencia en la alta cultura filosófica con Fichte llamando a la conciencia “oráculo del mundo eterno”. Crecientemente estamos imaginando la conciencia como una fuente privilegiada de conocimiento, como una iluminación moral inmediata, como un tipo de voz que de modo transparente, y no como parte de un proceso de deliberación y raciocinio moral, nos dará información sobre cómo actuar. Así, cuando alguien dice que su conciencia le indica que debe hacer x, muchas veces podemos asumir que con eso la conversación con esa persona ha acabado: la apelación a la conciencia es la apelación a lo transparente, inmediato e inapelable.
Nuestro mundo parece así vivir de la frase de Rousseau, quien decía que enfrentado a graves dilemas morales prefería seguir “la voz de la conciencia antes que la luz de la razón”. Iluminadora disyuntiva… Lo que se pierde ahí, en esa concepción de la conciencia, es precisamente lo que tenemos en toda la tradición que desde Filón y Pablo hasta Kant se expresa con la imagen de la conciencia como un tribunal en vez de un oráculo: el tribunal es un lugar de deliberación, mientras que con los oráculos no se discute. Con los tribunales, además, hay lugar a alguna apelación: “aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado” (I Cor. 4:4). Y esto es relevante aquí, pues no es de extrañar que el que no quiere deliberar consigo mismo, no quiera deliberar con otros. La aturdidora inmediatez de nuestra vida política va de la mano de la idea de que también la conciencia nos da luz inmediata, no refractada, sobre cómo actuar. Es una visión para la que el seguir la conciencia y buscar consejo se han convertido en opuestos.
Pero queda un paso más, y tal vez sea de éste que los anteriores penden: ¿qué pasa con la inmediatez en la relación con Dios? Parecería que aquí sí necesitamos defender la inmediatez. De hecho, es común ver a grandes pensadores cristianos defendiendo la recuperación de una relación inmediata con Dios como el gran aporte del protestantismo. Al menos Kuyper consideraba que el calvinismo destacaba por sobre toda otra comprensión del cristianismo por ser una religión “directa, no mediada”. Para él, en efecto, la mediación es casi la esencia de la religiosidad pagana, y en eso no estaba del todo equivocado: “ningún dios se relaciona con los hombres” sentencia Platón en El Banquete, y ahí mismo comienza el desarrollo de la demonología neoplatónica para suplir la falta de relación inmediata (casi mil años más tarde Agustín todavía estaría discutiendo con esta posición enLa Ciudad de Dios). Pero bajo tal mediación Kuyper entendía no sólo la intercesión de los santos o la de la virgen María, sino también la idea de una iglesia docente. Contra todo eso –contra los espíritus mediadores del paganismo y contra toda la mediación católicoromana en sacramentos, jerarquía eclesiástica y relación con los muertos- el protestantismo parecería ser pura inmediatez, sola intimidad de “Jesús y mi alma”. No sería extraño, si se cree eso, pensar al protestantismo como responsable de una disparatada concepción de la conciencia y de la eliminación de la deliberación en la vida política. Kuyper no lo entendió así, desde luego, pero Walzer lo ha hecho en La revolución de los santos, alcanzando así la idea una gran popularidad.
¿Pero es correcto decir, sin más, que éste es el énfasis más propio del protestantismo? Y –más importante que cualquier pregunta sobre la identidad histórica del protestantismo- ¿es así como debemos entender el cristianismo? Lo primero que habría que hacer es recordar que en el centro de la fe cristiana se encuentra precisamente la doctrina respecto de la necesidad de que alguien mediara por nosotros. La alternativa entre paganismo y cristianismo no es una alternativa entre la religión de la mediación y la religión de la pura inmediatez. En la necesidad de mediación es, más bien, donde encontramos punto de acuerdo con ciertos paganos, con la no menor diferencia de que afirmamos que hay “un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo” (I Tim. 2:5). Por supuesto esto puede seguir prestándose para una lectura bastante “inmediata”, en que seguimos con nada más que “el mediador y mi alma”. Pero aunque eso sea la convicción más popular en el mundo evangélico de hoy en día, ciertamente está lejos de ser la posición histórica del protestantismo, en la que, por el contrario, siguen siendo celebrados ciertos elementos precisamente como un tipo especial de medio, como medios de gracia, “especialmente la palabra, los sacramentos y la oración” (Catecismo mayor de Westminster, 154).
Naturalmente, hay tanto elementos de inmediatez como elementos de mediación en la relación con Dios, y cuáles se acentúe dependerá muchas veces de factores externos, de los problemas a los que se esté respondiendo. Si alguna vez fue crucial poner el énfasis en el elemento de inmediatez, no creo exagerado decir que se debe hoy recuperar el de mediación, de un modo tal que a la larga rinda fruto también en el modo en que miremos la conciencia y la participación política. ¿Es posible hacer eso desde dentro de la tradición protestante? Al menos Calvino se apropia íntegramente de la célebre frase de Cipriano según la cual no se puede tener a Dios por Padre sin tener a la iglesia por madre (Inst. IV, 1, 1). Y si algo añade Calvino a la idea de que la iglesia es nuestra madre, es el énfasis en que también es una escuela, de la que “no nos graduamos hasta haber pasado toda la vida como discípulos” (Inst. IV, 1, 4). Dios mediante –literalmente- esa podrá ser también una escuela para nuestra conciencia y para nuestra capacidad de deliberación pública.
Sobre el autor:
Manfred Svensson es chileno, Doctor en Filosofía por la Universidad de München, profesor de Filosofía Medieval en la Universidad de los Andes. Se dedica sobre todo a los "límites" de la filosofía medieval, su comienzo en Agustín, su fin en el siglo XVI o XVII, donde le interesan autores como Melanchthon, y Locke en el siglo siguiente -en pocas palabras: todo el problema de continuidad y descontinuidad entre mundo medieval-Reforma-modernidad. Fuera de la Universidad se dedica sobre todo a escribir trabajos de difusión y formación general para las iglesias evangélicas.
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