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1. Introducción
Dietrich Bonhoeffer nació en Berlín en 1906. Provenía de una familia importante en la vida académica del país, y podría haber seguido un camino similar. Todo indicaba que, de hecho, así sería. Pero la historia es conocida: se vio pronto implicado en las controversias entre parte de la iglesia –aquella que conocemos como “iglesia confesante”- y el régimen nacionalsocialista; muy temprano, además, tenía claro que sus conflictos no acabarían ahí: a Erwin Sutz, un amigo teólogo de Suiza, le escribe en 1936 lo siguiente:
“Lo que ocurre con la Iglesia en Alemania usted lo sabe tan bien como yo. El nacionalsocialismo ha logrado imponer consecuentemente el fin de la Iglesia en Alemania. […] Y aunque trabajo con todas mis fuerzas en la oposición eclesiástica, tengo totalmente claro que dicha oposición sólo es algo pasajero, un paso previo a una oposición totalmente distinta, y que muy pocos de los hombres de la primera oposición serán también de la segunda. Y creo que toda la Cristiandad debería estar orando porque lleguemos a y que se encuentre para ello los hombres necesarios”[ii].Es más, a Bonhoeffer no le fue necesario llegar a 1936 para prever un escenario semejante. Medio año antes de que Hitler llegara al poder ya escribía que “no debemos sorprendernos si volvemos a tiempos en que se exija de nuestra Iglesia la sangre del martirio. Pero esta sangre, si tenemos la valentía y la fidelidad para derramarla, no será tan inocente y resplandeciente como la de los primeros testigos”[iii]. Tales afirmaciones muestran por una parte cierta sensación de continuidad con los antiguos mártires, por otra parte la humilde distancia de quien no se siente tan inocente como ellos. Eso mismo revela una carta desde la prisión a su amigo Eberhard Bethge, en la que Bonhoeffer cuenta que María, su novia, “me tiene por un modelo de virtudes, ejemplaridad y cristianismo; para tranquilizarla tengo que escribirle cartas como un antiguo mártir, y así su imagen de mí se vuelve cada vez más falsa”[iv]. ¿Tenemos nosotros una imagen más correcta de él?
Hay una imagen popular de nuestro autor, una imagen de transgresor, de héroe que sigue la conciencia contra su país y contra su iglesia. A dicha generalizada imagen se suma, además, el hecho de que en los años 60 comenzara a ser invocado como antecedente de los más variados grupos, todos intentando dar contenido a un conjunto de frases que dejó en su correspondencia desde prisión: frases como “cristianismo sin religión”, “teología para un mundo mayor de edad”, y otras por el estilo, eran parte de una exploración que Bonhoeffer apenas iniciaba en sus últimos escritos, y que cada corriente de la generación siguiente intentó conducir a su propio territorio. Si pensamos en Latinoamérica, Gustavo Gutiérrez escribió en los años 80 un artículos sobre Bonhoeffer como vanguardia de la teología de la liberación. Un “che Guevara luterano”, así podría caracterizarse parte de la imagen que nos ha llegado de él. Pero aquí no quiero denunciar usos y abusos de su obra por parte de tal o cual corriente –y las hay más de las que he nombrado, como cuando el presidente norteamericano George W. Bush invocó su nombre para justificar la ejecución de Saddam Hussein. Lo que me interesa es probar algo que parece ser común a todas estas interpretaciones: sea que se lo vea como un cowboy norteamericano o como un liberacionista latinoamericano, la imagen extendida parece ser la de Bonhoeffer como un héroe romántico.
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¿Lo es? Mi título “más allá del heroísmo romántico” tiene por supuesto algo de riesgoso, el riesgo inherente a la expresión “más allá”, que a veces puede significar un ir más allá llevando algo consigo, otras veces dejándolo atrás. La invitación en este caso es a ir más allá pero llevando algo con nosotros: no dejando atrás la imagen de alguien dispuesto a sacrificar su vida en la defensa de la de otros, pero sí yendo más allá, preguntando por cómo piensa alguien como Bonhoeffer, qué contenidos, qué visión de mundo nutre ese sacrificio. Lo que quiero hacer es dirigirnos a un par de campos distintos, como su visión de la educación, su “filosofía social” –si existe algo semejante- y su reflexión moral.
2. Bonhoeffer sobre la educación
Parto, dado que estamos en un contexto universitario, notando la relación que tuvo con sus alumnos durante su período como docente en Berlín a comienzos de los años 30. Como lo he señalado, venía de una familia 100% académica. Su bisabuelo Karl August von Hase había sido uno de los grandes teólogos alemanes del siglo XIX, y su padre tenía la principal cátedra de psiquiatría de Alemania al empezar el siglo XX. Y la vida universitaria fue también un camino de vida que también él estuvo muy cerca de seguir. Se doctoró, se habilitó, y comenzó su docencia en la facultad de teología de Berlín… en 1932, un año antes de el ascenso de Hitler al poder. Desde 1934, en cambio, hasta su muerte en 1945 Bonhoeffer no volvió a poner un pie en la universidad.
Pero su escaso tiempo en ella ya nos deja una impresión bastante acabada de cómo la ve y de cómo ve el trabajo de un profesor comprometido –particularmente si se trata de un profesor de teología. No comentaré aquí el tipo de cursos que ofrecía. Parto, en cambio, por notar que apenas inició su trabajo como docente dejó el barrio acomodado en el que vivía, cambiando su residencia al barrio en el que la mayoría de los alumnos estaba. En su nueva residencia no había “horario de oficina”, sino que se transformó en un lugar de constante atención de sus discípulos-alumnos. Además, estaba dedicado a integrar a sus alumnos en una vida cultural más amplia. Bonhoeffer provenía de una familia de gran talento musical, y con frecuencia llevaba a sus alumnos a casa de sus propios padres para que participaran ahí de las veladas musicales de los Bonhoeffer. Ahora bien, no hay que imaginar nada de patetismo sentimental en esto. Desde su cátedra Bonhoeffer podía hacer llamados a la conversión más claros que los que se escuchaba desde los púlpitos, y sin embargo su estilo era descrito por sus alumnos como “concentrado, poco sentimental, casi carente de pasión, sumamente claro, con frialdad racional, casi de reportero”. Tal vez no sea de extrañar que aunque él veía en la predicación el centro de su llamado, sus prédicas siempre fueron muy poco atendidas, en contraste con las lecciones que daba en la universidad. Estamos, pues, ante una mezcla de cercanía y distancia, una distancia conscientemente buscada por Bonhoeffer para que nadie corriera el riesgo de seguir su propio liderazgo carismático, sino que se preocuparan de la verdad misma de las cuestiones tratadas. Eso nos da una primera impresión de su carácter: es alguien que se va a vivir cerca de sus alumnos, pero no precisamente en el tono de un revolucionario de 1968.
¿Qué hay de los contenidos? En 1934 Bonhoeffer escribe al mismo Sutz que “ya no creo en la universidad”. Pero antes de dejarla, escribió para sus estudiantes un breve texto respecto de “qué debe hacer hoy el estudiante de teología”. Ahí advierte enérgicamente contra quienes intentan cumplir con la tarea teológica ignorando el pasado, creando una caricatura del mismo o creyendo que las preguntas de hoy son sustancialmente distintas de las del pasado: “¿Cómo podría ser una buena señal el que un teólogo se avergüence de la compañía de los sinceros teólogos que ha habido desde Pablo hasta Agustín, desde Tomás de Aquino hasta Lutero, creyendo no necesitar aquello que ellos consideraban de importancia inconmensurable? ¿Qué podemos ver tras el desprecio por las preguntas que parecían importantes a hombres serios y sabios, sino una mal ocultada ignorancia?”[v] El mismo hombre que en esta fecha está llamando a tareas urgentes, el mismo que está entre los primeros cristianos en notar la centralidad que tendría la persecución a los judíos, es el que llama a un sobrio y dedicado trabajo intelectual, el que no deja que el clamor por la urgencia acabe con tal tarea. “A través de su estudio el joven teólogo debe aprender a discernir los espíritus. […] Debe aprender a no llamar blanco a lo negro, sino verdad a la verdad y herejía a la herejía. Ciertamente lo debe hacer de modo cuidadoso, humilde, fundado, en amor, pero de modo decidido y valiente”[vi]. Con ello Bonhoeffer no está llamando a vociferar contra la decadencia, sino que precisamente en este contexto insistirá mucho sobre la importancia de la sobriedad: “En tiempos como éstos para el teólogo será mejor ser demasiado retraído que demasiado ruidoso”. Mi impresión es que ésta es una constante en su vida: un llamado a decir las cosas por su nombre, pero al mismo tiempo rechazando “la falsa seguridad del discurso ruidoso”. “En estos tiempos –escribe- no corresponde ser patético, sino actuar y pensar de modo sobrio”.
Ahora bien, como he señalado, él dejó la universidad por el resto de sus días. Pero eso no es idéntico con dejar de pensar en ella. En sus últimos años, cuando ya tenía prohibido predicar, vuelve en su Ética sobre estos aspectos de la vida humana, y la mayor intensidad del conflicto con el nazismo hace que Bonhoeffer vuelva ahora sobre la universidad no para pensar como al comienzo de su carrera en aspectos puntuales de política universitaria, sino de un modo más hondo sobre la relación entre las disciplinas, sobre la pretensión de autonomía de las mismas, y sobre el modo en que las ciencias deban o no servir al hombre. En particular respecto de este último punto, vale la pena notar que Bonhoeffer da la respuesta opuesta a la que muchos imaginarían. En efecto, cuando pensamos en regímenes totalitarios, tendemos a pensar que una de sus características sería el tratar el mundo del saber de un modo que no sirve al hombre; tendemos a describirlos de modo tal que resalta el modo en que tratan la ciencia en servicio propio, degradándola en ideología, y pensamos así que lo contrario sería ponerla al servicio de todos los hombres. Pero Bonhoeffer es más bien escéptico respecto de este llamado a poner la ciencia al servicio del hombre. Con eso, cree, no se ha roto de modo suficiente con los que la están poniendo al servicio sólo de unos pocos hombres. “Cuando por motivos demagógicos, pedagógicos o moralistas se comete la falsedad de volver una ciencia directamente útil para el hombre –escribe en la Ética-, ahí se corrompe tanto al hombre como a la ciencia”. Nótese que aquí el utilitarismo “demagógico” no es el único en ser rechazado, sino que el mismo trato recibe un “utilitarismo pedagógico”. Es toda la idea de buscar la ciencia primordialmente por su utilidad la que está cuestionando. ¿Significa eso que la ciencia no debe ser de modo alguno útil al hombre? Creo que la clave en la frase anterior está en la palabra “directamente”. La ciencia puede sernos útil, pero Bonhoeffer está diciendo que eso debe ser buscado por otra vía, indirecta. Y lo indirecto consiste aquí en no partir por poner algo al servicio nuestro, sino partir por ponernos nosotros al servicio de la ciencia. Si ocurre eso, escribe, si servimos a la “búsqueda de la verdad, ahí, en la renuncia a los propios deseos, nos volveremos a encontrar a nosotros mismos, y aquello a lo que servimos de modo desinteresado acabará también sirviéndonos”.
Si consideramos este primer punto, me parece pues que el resultado es elocuente: lo que tenemos por delante es a un autor con una concepción bastante clásica de la educación. Es más, eso mismo se ve reflejado de modo muy consistente en su concepción de la religión. Contrariamente a quienes por las urgencias de la época deciden minimizar las diferencias doctrinales, para desde una religión puramente “práctica” servir al prójimo, en Bonhoeffer uno encontrará una y otra vez un llamado a no “retroceder” hacia la mera praxis: (literalmente) “retroceder desde la palabra hacia la acción, desde la confesión hacia el amor, sería cobardía, sería eludir nuestra condición de mensajeros, sería evitar la dificultad de armonizar nuestro hablar y nuestro actuar”[vii].
3. Bonhoeffer y la vida institucional
Paso a un segundo punto: su actitud ante el gobierno y su preocupación por sus conciudadanos judíos. Bonhoeffer está entre los más tempranos en hacer sonar la alarma entre los luteranos, de un modo comparable, tal vez, a Edith Stein por el lado católico. Llegó, además, a involucrarse en actividades de la resistencia de un modo que le costaría la vida. ¿Qué lo llevó a involucrarse de este modo? La respuesta parecería sencilla: el dolor ajeno, ¿qué otra cosa podría requerirse? Pero tal respuesta explica un involucrarse algo más restringido. Por ejemplo, un involucrarse a nivel pastoral o en protección personal a las víctimas. Pero la cuestión es por supuesto otra: cómo llega alguien como Bonhoeffer a oponerse –y no sólo con resistencia pasiva- a la autoridad política de su país. ¿Qué tipo de trastorno implica para su propia visión de la sociedad y de la autoridad? La pregunta podría plantearse del siguiente modo: ¿le era posible fundamentar su resistencia desde dentro de la tradición de reflexión social cristiana, o tenía que “trascenderla”? ¿Aboga, por ejemplo, por un actuar en conciencia, contra la opacidad de un corrompido mundo institucional?
Para responder a eso no podemos dirigir la mirada a textos en los que dé cuenta de por qué se involucró y a qué nivel se involucró en la oposición. Porque tales textos, naturalmente, no existen. Si existieran, serían tal vez un testimonio de su falta de seriedad: la gente que está seriamente involucrada en este tipo de actividad no anda dejando por escrito lo que piensa y hace. Pero sí tenemos un testimonio externo bastante elocuente: de los diversos grupos de oposición a los que se podría haber vinculado, optó por actuar a través de la defensa civil, la Abwehr. Esto es, se involucra en una oposición que actúa no a través de llaneros solitarios, sino a través de una instancia de autoridad. Esto –en caso de que revele algo sobre cómo piensa- lo dejaría en una relación bastante estrecha con el tipo de autores clásicos que han defendido la posibilidad de la resistencia precisamente a través de ese tipo de instancias. No sería un fanático que busca acabar con las instancias de autoridad. Esa pretensión más bien correspondería al tipo de patologías que él diagnostica en el nacionalsocialismo. Cito de un ensayo de 1933 sobre la noción de “Führer”: “Mientras antes la autoridad (Führertum) encontraba su expresión en el maestro, en el hombre de Estado, en el padre, esto es, dentro de determinados órdenes y ministerios (Ämter), hoy el líder se ha vuelto una figura independiente. El líder se ha desvinculado de su oficio, es esencial y solamente líder”[viii]. Lo que está ausente de tal “líder” es por supuesto limitación, y es precisamente en ese tipo de llamado al límite que Bonhoeffer en un comienzo ve la principal función política de la iglesia. Así, una vez más en un texto de 1933, esta vez sobre la pregunta “¿Qué es la Iglesia?”, se expresa en los siguientes términos: “La Iglesia es el límite de la política, y por lo mismo ella es en sentido eminente política y apolítica a la vez”[ix]. No se trata de una paradoja diseñada para huir de una respuesta clara, sino que Bonhoeffer se explica: “Precisamente gracias a que la Iglesia sabe de los límites rotos, por eso apunta hacia lo limitado, a la ley, al orden, al Estado. […] La primera palabra política de la Iglesia es el llamado al límite, a la sobriedad”[x]. Como se puede ver, el llamado a la sobriedad es una constante, sea que pensemos en el oficio del teólogo o en el trabajo de orientación que den las iglesias en la vida pública.
No hay aquí tiempo para desarrollar de modo extenso su visión de la sociedad, pero sí debo mencionar que cuando hace este tipo de afirmaciones no está pensando sólo en el Estado, sino también en las restantes instancias de la vida en sociedad. En particular, está pensando en el trabajo y el matrimonio. ¿Por qué en estos dos? No se trata con ello de una reducción, sino de una concentración: bajo “matrimonio” trata también su consecuencia, la vida; y bajo “trabajo” abarca en realidad la totalidad del actuar de los cuerpos intermedios, la totalidad de la vida económica, científica, artística. En algunos textos, en efecto, usa el término “cultura” para designar lo que en otros llama “trabajo”. En el “Informe Teológico sobre Iglesia y Estado” afirma, en cambio, que “bajo trabajo se entiende todo el campo desde la agricultura hasta la economía y desde la ciencia hasta el arte”[xi]. Este polo, trabajo y matrimonio, representa así el campo de la vida humana en que hay lugar a la creatividad; en contraste con eso, Bonhoeffer es de quienes piden a la autoridad política una actividad no de creación, sino de conservación, de protección de esta actividad creativa o creadora desarrollada por otras instancias. Es en estas otras áreas donde se despliega la “subjetividad creativa del ciudadano”, por ponerlo en palabras de Juan Pablo II[xii]; es el hogar, escribe Lutero en el mismo sentido, el que debe producir; “la ciudad, en tanto, tiene que guardar, proteger y defender”[xiii]. La autoridad política no tiene pues una tarea creativa que desempeñar en los cuerpos intermedios, sino la tarea de reconocer algo dado de antemano por Dios y desarrollado creativamente por las personas; la autoridad –volviendo ahora a palabras de Bonhoeffer- tiene respecto de los otros mandatos “algo que reconocer, no algo que fundar”[xiv].
Su defensa de una vida institucional rica es de hecho de una envergadura tal, que no sólo no lo convierte en un “héroe de conciencia”, sino que incluso lo lleva a escribir con escepticismo sobre ésta, sobre la conciencia. Así, por ejemplo, en la siguiente afirmación de la Ética: “Ya no se puede dejar las decisiones y el obrar en manos de los individuos y la conciencia de los mismos, sino que aquí se requiere de mandamientos y directivas, respecto de los cuales se exige obediencia”[xv]. Tal afirmación muestra de modo claro cuán cerradas filas esperaba Bonhoeffer para poder enfrentar una situación como la que vivían: “Un caminar digno de la Iglesia va de la mano con la disciplina”[xvi]. Pero al mismo tiempo dichas palabras nos obligan a decir algo respecto de la conciencia. En nuestro tiempo es corriente pensar en la conciencia en tensión con la autoridad eclesiástica, y además es corriente concebir a gente como Bonhoeffer como representantes de una vida que sigue la propia conciencia hasta las últimas consecuencias. Ambas ideas parecen venirse abajo al ver el desdén con el que él habla sobre la conciencia. Pero tal impresión puede ser en parte corregida si consideramos el tipo de concepción de la conciencia con la que se vio enfrentado. Pues por mucho que se simpatice con su posición respecto de una vida institucional robusta, sus palabras sobre la concencia pueden parecer excesivas. Al respecto haría la siguiente precisión: tanto Karl Holl, con quien Bonhoeffer estudió a Lutero, como Emmanuel Hirsch, el teólogo de los cristianos-alemanes (el grupo cercano a Hitler en la política eclesiástica), intentaban mostrar el pensamiento moral de Lutero como centrado en la conciencia; pero al mismo tiempo, la concepción que ofrecían de la conciencia era una versión que podríamos llamar “romántica” o “inmediata”. Con esto me refiero a la idea de la conciencia como una fuente privilegiada de conocimiento, como una iluminación moral inmediata, sin mediación racional. No parece exagerado afirmar que es ésta la concepción dominante de la conciencia hoy en día, aunque aparezca en formas muy distintas: como una voz, una iluminación, un llamado, un angelito. Y con eso ciertamente Bonhoeffer no tenía paciencia alguna, en particular por su componente de inmediatez, por el modo en que la conciencia ahí es separada de los procesos de deliberación. Naturalmente, la intuición que él está teniendo al oponerse a esta concepción de la conciencia es susceptible de una reconstrucción, de modo que acabe positivamente, en una determinada concepción de la conciencia (aunque ésta no se encuentre desarrollada en su obra).
4. Prudencia y sencillez
Estas observaciones sobre la conciencia nos permiten pasar a nuestro último punto: qué tipo de reflexión moral caracteriza a Bonhoeffer. Cabe notar que su última obra iba a ser una Ética, pero ésta nos ha llegado de modo inconcluso, si bien en un estado ya bastante avanzado. Pero además, observaciones al respecto se encuentran dispersas por toda su obra y han sido objeto de las más variadas interpretaciones. Quisiera aquí intentar decir algo al respecto, partiendo por identificar un adversario con el cual Bonhoeffer polemiza en contextos muy distintos. Éste es lo que acostumbramos llamar filosofía de la sospecha. Veamos, por ejemplo, la siguiente afirmación de una carta desde la prisión:
“es una suerte de impío desagravio el querer saber que todos tienen sus flaquezas y puntos débiles. Al tratar con los de la sociedad siempre me ha llamado la atención que para ellos el motivo determinante al juzgar a otras personas siempre es la sospecha. Hasta el más desinteresado acto de una persona destacada se vuelve para ellos de inmediato sospechoso. Y, por cierto, estos se encuentran en todas las clases sociales”[xvii].Paul Ricouer ha llamado a Marx, Freud y Nietzsche los “maestros de la sospecha”, y es con una mezcla más o menos creativa del pensamiento de éstos que se está enfrentando Bonhoeffer. Pero ¿qué es lo que permite unir a estos tres autores bajo un mismo título? Los tres ofrecen explicaciones radicalmente distintas de la realidad. En principio sólo parecen tener en común su crítica de la religión. Pero aunque en cuanto al contenido sus explicaciones de la realidad no coinciden, sí es común a los tres la forma en que la enfrentan: no con una pregunta por la verdad de las visiones de mundo rivales, sino con una pregunta respecto de la motivación de las mismas. Para los tres, lo que requieren las doctrinas rivales no es tanto ser refutadas, sino ser “descodificadas” o, más precisamente, desenmascaradas. Y en cualquiera de las tres variantes que nombra Ricoeur, y sobre todo en mezclas más o menos creativas de los tres autores, es indudable que esto ha llegado a ser un componente típico de la mentalidad contemporánea: es moneda corriente que en lugar de escuchar refutaciones de ideas, nos encontremos con gente afirmando que hemos dicho tal o cual cosa porque provenimos de tal o cual grupo social o porque queremos imponer nuestra voluntad.
Antes de ver cómo Bonhoeffer formula una alternativa, quiero llamar la atención sobre los variados escenarios en que él toma conciencia de este fenómeno. Por una parte, se encuentra el sencillo desconfiar de las motivaciones del otro, como lo hemos encontrado en la recién citada carta. Pero Bonhoeffer tiene esto mismo en mente cuando reflexiona, por ejemplo, sobre los desnudos en las películas. Así por ejemplo, tras los textos que hemos citado sobre los “parias”, Bonhoeffer prosigue escribiendo lo siguiente: “En la misma dirección apunta el hecho de que desde hace cincuenta años las novelas sólo creen haber representado correctamente a las personas si las han representado en la cama, así como el hecho de que también las películas consideren necesarios los desnudos”[xviii]. Estamos hablando de los años 40, de modo que francamente no sé cuán común fuera el fenómeno; y en cualquier caso podría parecer una trivialidad en comparación con los estremecedores problemas éticos a los que lo enfrentaba el nacionalsocialismo. Pero naturalmente aquí para Bonhoeffer no está en cuestión la simple queja contra una época con más desnudos que las anteriores. Se trata de una reflexión más honda respecto del deseo de ciertas corrientes culturales por poner todo –los cuerpos y las almas- al descubierto; se trata de la tendencia a creer que la veracidad consiste ante todo en la sinceridad, y a entender esta última como ausencia de secretos; la tendencia a “asumir lo vestido, lo tapado, […] como mentiroso, encubierto, impuro”[xix].
De hecho, el siguiente campo al que aplica la misma reflexión es al desnudarse del alma. Se trata de una queja de Bonhoeffer porque sus compañeros de prisión quieren hablar sobre el miedo que sienten. Pues tal temor constituía para Bonhoeffer un fenómeno demasiado íntimo como para ser expuesto en una charla de sobremesa:
Bajo el disfraz de la honestidad –escribe a Bethge- se nos presenta como algo que en el fondo es un síntoma del pecado. […] Porque no implica que todo deba ser puesto al descubierto. Dios mismo hizo vestimenta para los hombres; es decir, en estado de corrupción muchas cosas deben permanecer ocultas y el mal, ya que no lo podemos eliminar, debe por lo menos mantenerse oculto: ponerlo al descubierto es cínico, y a pesar de que el cínico se presenta como muy honesto o incluso como fanático de la verdad, de todos modos pasa de largo ante la verdad decisiva, esto es, que desde la caída también debe haber cosas ocultas y secretas[xx].Esto podrá parecer extraño a más de alguien. Estamos acostumbrados a la idea de que contra un mundo hipócrita hay que poner el mal al descubierto, porque sólo así se podría erradicar. Y precisamente al “hipócrita” es al que solemos acusar de “cinismo” –tanto así que muchos ocupan estas dos palabras (erróneamente) como sinónimas. Bonhoeffer retoma aquí el sentido clásico del “cinismo” y acusa al cínico de atentar contra la verdad por creer que la misma consiste en mostrar todo al desnudo, siendo que la verdad decisiva, que refleja más fielmente la realidad, es que algunas cosas deben permanecer encubiertas o resguardadas.
En contraste con todo esto, Bonhoeffer habla de la vida moral como de una necesaria conjunción de prudencia y sencillez. Así lo escribe en su Ética, diciendo que en la situación presente “sólo puede mantenerse en pie quien logra unir la sencillez a la prudencia”. Prudencia y sencillez. En Resistencia y Sumisión escribe que ha llegado a comprender por qué la ética aristotélico-tomista tiene a la prudencia por una de las virtudes cardinales, “pues prudencia y estupidez no son éticamente indiferentes”[xxi]. ¿Pero qué es la sencillez que suma a la prudencia para caracterizar la visión moral? “Sencillo –escribe en la Ética- es quien en medio de la distorsión, de la confusión y de la tergiversación de todos los conceptos mantiene la mirada en la sencilla verdad de Dios, quien no es un dipsychos, un hombre de dos almas (Stgo. 1:8)”[xxii]. Pero el término alemán que está detrás es Einfalt. Podríamos traducirlo no sólo como sencillez, sino como candidez o ingenuidad, precisamente lo opuesto de la mirada crítica de la sospecha. “El radicalismo odia la prudencia, el compromiso odia la sencillez”[xxiii], y Bonhoeffer representa el tipo de autor que así como no compromete la verdad ni la humanidad ante un régimen como el nacionalsocialista, tampoco representa cualquier tipo de radicalismo. El sencillo llamado a un cristianismo más “radical”, como hoy se escucha tanto en círculos progresistas como conservadores, es algo a lo que, sospecho, Bonhoeffer habría respondido con cierta distancia.
Ciertamente sería absurdo calificar a Bonhoeffer, sin más, como un pensador “tradicional”. Pero hay un sentido muy significativo en el que sí está dentro de una gran tradición clásica –por ponerle algún nombre. Así lo hemos visto en sus ideas sobre la educación, en su reflexión social y en su pensamiento moral: defiende el valor intrínseco del conocimiento contra el utilitarismo, defiende una robusta vida institucional contra totalitarios e individualistas, defiende la prudencia y la sencillez contra la sospecha. ¿Se puede eso? ¿Se puede seguir pensando de un modo así de “clásico”? Podríamos plantear la pregunta como la han planteado muchos en las últimas décadas, ¿puede haber metafísica después de Ausschwitz? ¿Puede pensarse de modo clásico, o es precisamente eso, y cualquier noción de normalidad, lo que debe ser superado? Acudo para eso último a una observación autobiográfica de Robert Spaemann. Quienes plantean este género de preguntas, observa, son personas que muchas veces nacieron o crecieron bajo el régimen nacionalsocialista, o bajo sus efectos inmediatos: hay personas que vivieron dicho régimen como la normalidad, y lo posterior a 1945 como lo nuevo. Pero la situación de quien vivió, aunque fuera joven, algo del mundo previo –como en parte le tocó a Spaemann- es radicalmente distinta. “Para nosotros, escribe Spaemann, es el nacionalsocialismo el que constituyó un atentado revolucionario a un ethos inspirado en Jerusalén y Atenas, que se había desarrollado por mil años”. “Para nosotros, 1945 fue la vuelta a la normalidad”[xxiv]. Dietrich Bonhoeffer ciertamente es muy distinto como pensador a Robert Spaemann. Pero –nacido veinte años antes que él- parece ser un buen ejemplo para confirmar esta idea de que para oponerse a la tiranía, para evitar el compromiso, no se requiere dejar atrás lo que Isaiah Berlin llamó la tradición central de Occidente.
Notas:
[i] Conferencia dictada a la Confraternidad Judeocristiana de Chile en mayo 2012.
[ii] DBW XIII, 128. Cito según Dietrich Bonhoeffer Werke, 17 vols., ed. por Eberhard Bethge et al. Chr. Kaiser-Gütersloher Verlagshaus, München y Gütersloh, 1986-1999
[iii] DBW XI, 446.
[iv] DBW VIII, 236.
[v] DBW XII, 417.
[vi] DBW XII, 418.
[vii] DBW XIV, 479. mi cursiva.
[viii] DBW XII, 250.
[ix] DBW XII, 238.
[x] DBW XII, 238.
[xi] DBW XVI, 526.
[xii] Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 185.
[xiii] Lutero, WA 50, 652.
[xiv] DBW 16, 525.
[xv] DBW VI, 89.
[xvi] DBW IV, 286.
[xvii] DBW VIII, 510.
[xviii] DBW VIII, 510.
[xix] DBW VIII, 510.
[xx] DBW VIII, 89.
[xxi] DBW VIII, 29.
[xxii] DBW VI, 67.
[xxiii] DBW VI, 148.
[xxiv] Robert Spaemann, Grenzen. Zur ethischen Dimension des Handelns Klett-Cotta, 2002. págs. 9-10.
Sobre el autor:
Manfred Svensson es chileno, Doctor en Filosofía por la Universidad de München, profesor del Instituto de Filosofia de la Universidad de los Andes. Fuera de la Universidad se dedica sobre todo a escribir trabajos de difusión y formación general para las iglesias evangélicas. Es autor de los libros "Resistencia y gracia cara: el pensamiento de Dietrich Bonhoeffer" (Clie 2011) y de "Reforma protestante y tradición intelectual cristiana" (Barcelona, 2016)
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