El infierno, ¿existe todavía? | Por Harold Segura

«…fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos,
al tercer día resucitó de entre los muertos…»

Credo de los Apóstoles

"El Infierno" - Pintura de Luca Signorelli
En la audiencia papal del miércoles 28 de julio de 1999, el entonces papa Juan Pablo II (ahora San Juan Pablo II) habló del Infierno. Recuerdo las polémicas que provocaron sus palabras. Los medios de comunicación, tan afectos al sensacionalismo, incluso los especializados en asuntos religiosos, anunciaron a los cuatro vientos titulares como: «¡El infierno no existe y, si existe, estaría vacío!». De esto hace ya casi dieciocho años; lo recuerdo bien porque en ese entonces era Rector del Seminario Teológico Bautista Internacional, de Cali, Colombia (hoy Fundación Bautista Universitaria) y los estudiantes, ávidos de polémicas, hicieron de la noticia el tema de obligada discusión en cada clase.

¿Qué fue lo que dijo el Papa? El tema de su alocución había sido «El infierno como rechazo definitivo de Dios». Habló acerca de la realidad del infierno y dijo que no era un lugar físico. Explicó que es un estado que el pecador se construye de forma progresiva y definitiva por su aversión a Dios y su menosprecio al prójimo. Dijo que: «El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios»[1]. La noticia era, por lo menos para los que no somos católicos, muy positiva (disculpen la ironía), si tenemos en cuenta que hasta el Concilio Vaticano II la Iglesia católica defendía la doctrina según la cual todo el que estuviere «fuera de la iglesia católica… caerá en el fuego eterno, que está preparado para el demonio y sus ángeles»[2] ¡Díganme, entonces, si no era buena noticia para nosotros los protestantes!

La algarabía entorno a las declaraciones papales giraron en torno al concepto teológico del infierno como un estado y no como un lugar específico. Un estado de separación eterna del Dios amoroso. Similar inquietud causaron las declaraciones del conocido teólogo evangélico, John R. W. Stott, cuando afirmó algo semejante. Stott, junto con otro autor inglés, David Edwards, escribió un libro titulado “Evangelical Essentials: A liberal-Evangelical Dialogue”; texto escrito en 1988. Los dos autores dedicaron las últimas seis páginas de su libro para hablar acerca de la naturaleza del infierno. Concluyeron que los incrédulos serían aniquilados por completo en su destino final y así no experimentarían un castigo eterno  como se había enseñado por años en lo que ellos llamaron posiciones tradicionalistas.

Y es que, en los Evangelios, el infierno (la Ghenna), más que significar un lugar físico, simboliza la exclusión de la presencia de Dios.  En algunas ocasiones, el símbolo es el fuego (Marcos 9: 43), en otras las tinieblas (Mateo 8: 12), en otras el Abismo (Apocalípsis 9: 2,3), pero lo que se destaca no es la descripción física del lugar (por cierto, no es posible un lugar de fuego literal y al mismo tiempo de tinieblas), sino el principio espiritual de la exclusión de la presencia divina. E. Y. Mullins, reconocido teólogo evangélico de comienzos del siglo XX, enseñaba acerca de estas afirmaciones bíblicas que «En su mayor parte son expresiones figurativas y simbólicas y deben interpretarse así»[3]. Son figuras que representan el espantoso destino de quienes contradicen los principios del Reino de Dios y su justicia. ¡Porque la injusticia no será eterna!

Entonces, sí hay infierno, pero no el de las llamaradas de fuego con ánimas sedientas en medio del calor. «El sufrimiento físico no sería un castigo adecuado para pecados espirituales... (porque) infligir un dolor puramente físico en el pecador, no sería adaptar su castigo a la naturaleza (espiritual) de sus pecados», dice el teólogo bautista de viejo corte tradicional, Walter T. Conner.[4]

He citado hasta ahora sólo autores evangélicos, ceñidos a la ortodoxia tradicional, porque bien conocido es que en las filas de la teología progresista quedan pocos autores, si es que quedan algunos, que sostengan la existencia de un infierno literal, dantesco, donde los pecadores a causa de la ira de Dios arden en un lugar de fuego que no cesa. Para estos, el infierno es una realidad expresada en lenguaje metafórico; una realidad que apela a la libertad del ser humano y a la indudable existencia del mal (a la que Dios pone fin). Creen en el infierno como estado, pero no como lugar.

Entre los teólogos latinoamericanos más ilustres está el ya fallecido Juan Luis Segundo. Segundo escribió un texto acerca del infierno en diálogo con la teología de Karl Rahner. Decía el teólogo uruguayo, tratando de interpretar a Rahner, que el infierno es «una actitud de alejamiento de Dios» que comienza «con esta existencia del hombre y que Dios respetaba en la futura»; así, «el infierno no es más ni menos que el dolor con que afectamos a otros, o el que, pudiendo evitar, no lo hacemos por temor, pereza o costumbre. En una palabra, por egoísmo»[5]. Es el ser humano quien se condena a sí mismo por su propio pecado y, cuando muere, su condenación, así como su terco alejamiento de Dios, se convierte en definitivo.

Por su parte, Juan Stam, querido teólogo y exégeta evangélico, dice que «mucho del lenguaje descriptivo del infierno tiene que ser figurado. Lo del gusano que no muere, no es para sacar una doctrina de la inmortalidad de los gusanos. Fuego y tinieblas son símbolos contradictorios, si se toman al pie de la letra, pero el ardor del fuego y el temor de la oscuridad son simbolismos. Un abismo sin fondo, como nos pasa a veces en las pesadillas, o el encontrarse fuera de un banquete, son otros de los muchas figuras que describen un juicio final y un veredicto de muerte».[6]

Pero, pese a lo que diga la teología, la imagen de un infierno con ardientes llamas y gobernado por un diablo con cuernos, tridente y cola, se resiste a desaparecer. La imaginería popular, católica y evangélica, seguirá construyendo sus «verdades» sobre el principio de que lo que se ha enseñado se seguirá enseñando y lo que se ha leído se seguirá leyendo de la misma manera y con el mismo sentido, por los siglos de los siglos. ¡Cómo si la fidelidad espiritual fuera sinónimo de terquedad teológica!

De todas maneras, no hay por qué dejar de seguir buscando una fe cristiana que tenga el amor como principio movilizador de las buenas acciones (el amor y no el miedo) y a Jesús como paradigma de vida y de servicio. Solo así lograremos comprender que la noción del infierno es una parte integrante de la propuesta humanizadora del Evangelio que entre símbolos y metáforas señala el triste destino de nuestras acciones cuando no tienen en cuenta el valor del ser humano.

El reto pastoral −¡y en esto que nos auxilien los biblistas y teólogos!--- es cómo redescubrir la riqueza del lenguaje simbólico-metafórico de la Biblia para desarrollar una cosmovisión cristiana que nos ayude a interpretar la Historia, el acontecer humano y la vida en sus múltiples expresiones; que nos de esperanza, que aliente la solidaridad y profundice la confianza en medio de tanto terror, injusticia y dolor como el que vive nuestro mundo. Ni el diablo de cuernos y cola, ni el Dios anciano de barbas blancas, ni el infierno de Dante, ni el cielo de los conquistadores españoles nos ayudan en este propósito. Son literalismos que con el prurito de ser fieles al texto bíblico, lo traicionan.

El infierno, siguiendo las ideas de Juan Luis Segundo, debe ser presentado como «un elemento responsabilizador y animante que oriente el ejercicio de la libertad del creyente hacia la realización de sus valores más hondos».[7] Entonces, ¡el infierno existe todavía, pero no como lo imaginábamos! El infierno de llamas encendidas avivadas por los arpones del demonio y donde se consumen los impíos no es que haya dejado de existir; simplemente nunca existió.
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[1] Juan Pablo II, en:  Lo que el Papa ha dicho sobre..., San Pablo,  Santiago de Chile, 1999, p. 33, 34.
[2] Citado por Hans Kung, en: El credo, Trotta, Madrid, 1995, pp. 172-173.
[3] E. Y. Mullins, La religión cristiana en su expresión doctrinal, Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, Texas, 1980 (4ª. Ed. Corregida). P. 497.
[4] Walter T. Conner, Doctrina cristiana, Casa Bautista de Publicaciones,  El Paso, Texas, 1969 (2ª ed.) p. 384.
[5] Juan Luis Segundo, El infierno. Un diálogo con Karl Rahner, Lohlé-Lumen, Ediciones Trilce, Buenos Aires 1998, p. 179.
[6] Juan Stam, El juicio final
[7] Juan Luis Segundo, Op. Cit., contraportada.

Sobre el autor:
El pastor y teólogo Harold Segura es colombiano, radicado en Costa Rica. Director de Relaciones Eclesiásticas de World Vision International y autor de varios libros. Anteriormente fue Rector del Seminario Teológico Bautista Internacional de Colombia.




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