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Con razón
dijo Pablo que la cruz es una locura y un escándalo (1 Cor 1:18-23); si su
"irracionalidad" no nos escandaliza, no hemos comenzado a entender su
significado. La tradicional teoría de
"substitución" (yo debo dinero en el almacén pero un amigo lo paga en
mi lugar; estoy preso bajo sentencia de muerte, pero un amigo me visita en la
celda, cambiamos de ropa, yo salgo libre y el amigo muere en mi lugar) es una
simplificación que traiciona los datos bíblicos, y hace de la muerte de Jesús
una crasa injusticia (Camus, Bernard Shaw, Domenic Crossan). La muerte de
Cristo no puede entenderse como una transacción externa y objetiva, una especie
de intercambio o trueque.
Sin pretender
"explicar" la cruz, dos puntos importantes pueden por lo menos
comenzar a aclarar su sentido. Primero, nunca debemos olvidar que en el plano
humano e histórico, la muerte de Jesús en la cruz no fue un mero episodio
desconectado de toda su vida sino que fue la consecuencia inevitable de su
manera de ser y de vivir. Polemizaba
osadamente con los líderes y toda la "buena gente", y defendía a los
que eran "mala gente" ante los ojos de la sociedad. Comenzó la semana final de su vida con una
marcha pública, seguida por un violento acto de protesta en el mismo
templo. Su manera de ser y su conducta
eran insoportables para las autoridades.
Así entendido, lo mataron por subversivo.
RECOMENDAMOS LEER: Hacia una Cristología de la solidaridad (encarnación, crucifixión y resurrección como solidaridad) | Por Juan Stam
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La segunda
pista, que ayuda aun más, nos la proporciona Juan Calvino, junto con otros.
Calvino introduce el tercer libro de Institución de la religión cristiana, precisamente
sobre la salvación, con un párrafo muy importante:
Ante todo hay que notar que mientras Cristo
está lejos de nosotros y nosotros permanecemos apartados de él, todo cuanto
padeció e hizo por la redención del humano linaje no nos sirve de nada, no nos
aprovecha en lo más mínimo. Por tanto, para que pueda comunicarnos los bienes
que recibió del Padre, es preciso que Él se haga nuestro y habite en nosotros.
Por esta razón es llamado "nuestra Cabeza" y "primogénito entre muchos
hermanos"; y de nosotros se afirma que somos "injertados en Él"
(Rom 8.29; 11. 17; Gál 3.27); porque, según he dicho, ninguna de cuantas cosas
posee nos pertenecen ni tenemos que ver con ellas, mientras no somos hechos una
cosa con Él (Calvino Inst 3.1).
Interesantemente, fue sólo en la última edición de su magnum opus
que Calvino introdujo este fuerte énfasis sobre la identificación solidaria de
Cristo con nosotros como clave a su obra redentora.[2]
Parece que le fascinó tanto el tema, que acuñó una serie muy rica de
expresiones latinas al respecto ("nostrae cum Deo
coniunctionis" 3.6.2; "cum ipse in unum coalescimos"
3.1.1; "in
Christi participatione" 3.16.1; Cristo "se nobis agglutinavit societatem"
3.2.24 etc.). Para Calvino, el Cristo
que nos justifica y redime no es un "Christus extra nos"
sino que nos redime en "la más íntima coalescencia" con nosotros (3.11.10),
en un "sagrado matrimonio" (3.1.3 "sacrum coniugium")
entre él y nosotros. No debemos
consider a Cristo "como separado de nosotros" (procul stantem)
sino "más bien habitando en nosotros" (3.2.24). Por la " habitatio Christi in cordibus
nostris" (3.11.10) compartimos "vita in consortio"
(3.8.1; cf. 3.6.5). Esta relación es una
especie de amalgama aglutinada, en que el Espíritu Santo es el
"vinculum" (3.1.1). "Incorporados nosotros a su cuerpo, nos
hace partícipes, no solamente de sus bienes, sino incluso de sí mismo"
(3.2.24).
Todo eso
puede entenderse como lo que hoy llamamos "solidaridad". Cristo se hizo carne y uña con nosotros, e
hizo a nosotros carne y uña con él.
Puede verse como una especie de "trasplante total". Cristo
tomó nuestro pecado porque nos tomó a nosotros dentro de sí y entró él dentro
de nosotros, en un mismo cuerpo solidario.
El fue más que un "representante", y mucho más que un
"sustituto". Su solidaridad llegó a tal grado de identificación, que
sería más fácil para dos gemelos siameses separarse que para él separarse de
nosotros.[3]
Jesucristo
maniféstó y practicó esta solidaridad en su nacimiento, en su estilo de vida y
en su muerte.
Cuando el
Verbo fue hecho carne, identificándose así con toda nuestra fragilidad, pasó
también, como todos nosotros, sus nueve meses como feto pre-natal. Es más, fue
concebido en el vientre de una madre soltera, lo que a los y las vecinos
seguramente no les parecía un milagro sino un escándalo. Por eso después sus
enemigos se lo echaron en la cara diciendo, "nosotros no hemos nacido de
fornicación" (Jn 8:41), y posteriormente algunos rabinos lo llamaban
"el bastardo de Nazaret". Al
octavo día Jesús fue circuncidado (sin duda sangraba, como cualquier niño) y
despues sus padres ofrecieron dos tórtalas para la purificación del niño y su
madre (Lc 2:21-23; el padre no tenía culpa en el asunto y no necesitaba
purificación). Como joven Jesús tuvo ciertos roces con sus padres (Lc 2:48-49)
y trabajó unos dieciocho años de carpintero como uno más de la clase obrera. Al
iniciar su ministerio, se sometió al humillante "bautismo de arrepentimiento"
de Juan el Bautista, "para cumplir toda justicia". Aunque él no tenía pecados de que
arrepentirse, en esto también se identificó con nosotros los pecadores para
nuestra redención ("toda justicia").
En su
conducta y su estilo de vida también Jesús se identificaba con los pecadores;
los fariseos le condenaban por ser amigo de pecadores (Lc 15:1-2; 5:29-32;
7:33-39). Extendió su mano a tocar a los enfermos, los leprosos y los muertos,
lo que le contáminaba ceremonialmente y le incapacitaba para entrar al templo.
Era amigo de la "mala gente" por lo que fue mal visto por la
"buena gente". Fue tierno y compasivo con los pecadores, pero muy
severo con los hipócritas; agresivo e insultante; hasta afirmó que los
publicanos y las prostitutas entrarían al reino de Dios antes que los fariseos
(Mt 21:31). En todo eso, ante los
sacerdotes y maestros de la ley, él fue "hecho pecado" por via de su
solidaridad inseparable con pecadores.
Esa clase
de solidaridad con los marginados y los desvalidos de la sociedad nunca está
bien visto por los poderosos. Para nada
sorprende que muy temprano comenzaron a confabular para matarlo. Y mucho menos
cuando se dejaba llamar "Rey de los judíos", defendía siempre a las
víctimas del sistema, entró en la ciudad capital en una marcha triunfal y
trastornó el sucio comercio de los poderosos en la misma casa de Yahvé,
denunciándoles a ellos por convertir el templo en una cueva de ladrones. Toda esa solidaridad profética le granjeó la
muerte. La cruz fue instrumento de
ejecución pública de los enemigos del sistema.
Fue el precio de su solidaridad con nosotros, en servicio osado al Reino
de Dios y su justicia.
Finalmente,
la misma muerte fue la expresión definitiva de esa solidaridad que comenzó con
su nacimiento. Al asumir la condición
humana, lo hizo incondicionalmente, sin reservas en su solidaridad
("Acepto nacer y vivir en carne, pero no morir, porque soy Dios y Dios no
muere, mucho menos puedo hacerme pecado y maldición". ¿Cómo es posible eso
para Dios mismo?) Ahí podemos ver la locura y el escándalo de la cruz.
Pero en
Cristo la cruz tiene también su lógica, y es la lógica de la solidaridad
incondicional. Humanamente hablando, esa
muerte violenta fue la consecuencia lógica e inevitable de una vida que los
poderosos jamás iban a tolerar. Pero evangélicamente hablando, Cristo hizo
suyos nuestros pecados para hacer nuestra su justicia; hizo suya nuestra
muerte, para liberarnos de ella. Cristo
fue desamparado por su propio Padre (de nuevo, lo incomprensible para el
entendimiento humano; "¡Dios desamparado por Dios! ¿Cómo puede ser?",
exclamó Lutero. "No lo puedo entender"). Pero él fue desamparado por
su Padre, para que nosotros nunca lo seamos.
Y en esa muerte solidaria, "Dios mostró su justicia, para que él
[Dios] sea justo y el que justifica a los injustos", con los que se ha
solidarizado (cf. Rom 3:25-26).
"Oh
Cristo", dijo Lutero, "Yo soy tu pecado, y tu eres mi justicia"
(2 Cor 5:21). Y eso, no por alguna
transacción externa y abstracta, sino por su solidaridad hasta las últimas
consecuencias. "Fue obediente hasta
la muerte, y muerte de cruz" (Fil 2:8).
Habiéndonos amado, nos amó hasta el fin (Jn
13:1).
[1] La traducción de 2 Cor 5:21 en la
Nueva Versión Internacional, "Dios lo trató como pecador", queda
corto del sentido del texto griego, huper hêmôn hamartian epoiêsen;
"por nosotros lo hizo pecado".
[2] El primer capítulo del Libro III
(3.1) es completamente nuevo en la edición de 1559, como es también el lugar
definitivo asignado a la unión con Cristo en todo el tercer libro (Barth, Church
Dogmatics, IV/3: 552-3).
[3] Sin duda estas formulaciones pueden
prestarse para exageraciones o malos entendidos, pero captamos mejor su fuerza
y su profundo sentido, según Calvino mismo, si lo sobreformulamos.

Juan Stam se nacionalizó costarricense como parte de un proceso de identificación con América Latina . Es Dr. en Teología por la Universidad de Basilea. Docente y escritor de libros, artículos y del Comentario Bíblico Iberoamericano del Apocalipsis de Editorial Kairós.
Sitio web de Juan: Juan Stam
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