Ver o no ver. El espectador cristiano ante el cuerpo desnudo

Por Samuel Lagunas, México
Imagen: Pixabay
Un cuerpo desnudo nunca pasa desapercibido. O no debiera. Pero en una época que todo lo vuelve mercancía, como la nuestra, el cuerpo desnudo es ya un lugar común (locus communis) y no el locus amoenus que nos pinta celebrativamente el Cantar de los Cantares o que, lúbricamente, encomian poetas como el mexicano Tomás Segovia (en el poema “Besos”) o el chileno Gonzalo Rojas (en “El fornicio”). El cuerpo desnudo es ya pasado por alto en parte debido a su excesiva circulación. No obstante, al interior de las iglesias evangélicas de férrea raigambre puritana, en México al menos, el
cuerpo desnudo se mira con una ambivalencia amparada en el texto bíblico: la desnudez pertenece al espacio-tiempo privado del matrimonio (¡heterosexual y patriarcal, claro!). Que el vestido también tiene sus (para)filias no se pone a discusión, pero es la desnudez la que interesa comentar ahora no en el escenario de las relaciones humanas sino en uno también pantanoso: el del arte.

¿La desnudez en el arte? No sólo eso sino más específicamente: qué hacer cómo espectadores cristianos ante la desnudez en el arte. Esta formulación tiene desde un principio varios presupuestos. Primero, que existen productos y obras que pueden ser calificadas como “arte” junto a otras más “industriales” (para recuperar un término algo manido y clasicista) aunque la línea que las divide sea muchas veces arbitraria. Segundo, que las personas estamos expuestas a estos productos y obras constantemente no sólo gracias a que el arte ha salido de los museos sino sobre todo debido al Internet, a las redes sociales, al cine, a la televisión y a la publicidad. Tercero, que no todos los espectadores somos iguales y que cada individuo y grupo social respondemos a las obras desde un horizonte específico complejo donde muchas variables se intersectan: edad, género, etnia, clase social, religión. Cuarto, que existe un grupo de espectadores, o una audiencia, que puede ser categorizada como “cristiana” y que ha ido construyendo a lo largo de la historia su propio gusto. Y quinto, que en el arte la desnudez es un tema —y estilo— importante, si no es que central.

Entonces, ¿ver o no ver? Hoy día persisten en el mundo evangélico los dos polos opuestos: desde aquellos que, herederos de un espíritu iconoclasta fusionado con una moral puritana, evitan mirar cualquier cuerpo desnudo; hasta quienes, aparentemente más progresistas, no tienen ninguna reserva en elogiar la pospornografía y seguramente no tendrían ningún inconveniente en participar en un performance de la artista suiza Milo Moiré o de la oriunda de Luxemburgo Deborah de Robertis. Antes que formular una respuesta diferente, me interesa ahora problematizar ambas posturas.

No ver

Hay en el Levítico una serie de versículos que especifican los cuerpos desnudos que es ilícito descubrir (Levítico 18) y que dan cuenta de la forma en que se organizaba el parentesco entre los judíos a través del pater familiae. Las primeras formas de piedad cristianas promovieron una espiritualidad, sobre todo femenina, donde la castidad fue ponderada como una virtud excelsa y, por tanto, la desnudez no le pertenecía ni siquiera a la persona, en todo caso era de Dios. Los judíos, hay que recordarlo, no pintaban ni esculpían cuerpos desnudos, cosa que sí hicieron los griegos en la época clásica para resaltar la calidad atlética de los cuerpos y sus proporciones tan exactas como irreales. Por eso el Renacimiento se adornó con vírgenes mostrando el pecho y héroes bíblicos sin ropa: porque eran símbolos —y alegorías— de perfección, de bondad y de belleza. Pero, años más tarde, hubo quien pensó que no debía haber pechos en las catedrales y decidieron pintar de nuevo esas nutricias Marías. Pero el caso más emblemático en la iconografía es el de Cristo en la cruz quien fue vestido, desde un principio, decorosamente con un paño en la entrepierna que no en vano recibe el nombre de “paño de pureza”. ¿Jesús desnudo? ¡Ni pensarlo!

En el caso protestante, su versión iconoclasta se enfrascó en una fervorosa lucha contra las imágenes que aún hoy persiste, y la otra, de donde provino Rembrandt, se especializó en pintar retratos y paisajes. Sobre este pudor de extensión ecuménica Juan Pablo II escribió, tratando de explicarlo, que había nacido con la concupiscencia del cuerpo y que era una forma en la que el cuerpo se protegía del deseo del otro (en Amor y responsabilidad, 1978). Palabras más, palabras menos. Esta actitud iconográfica se extendió a la forma en la que se percibía el resto del arte. Luego, en los 60, cuando el cuerpo se puso en el centro del espacio público y artístico (con Fluxus y demás, pero también con Playboy y Penthouse) el cuerpo desnudo fue visto como un enemigo al interior de las iglesias al que había que cubrir: nada nuevo si se piensa en el azoro de Colón al ver la desnudez de los nativos del continente. Hay un corito que se ensañaba en México a los niños que decía “Cuidado mis ojitos al mirar porque Dios arriba está y a todas partes va” y que no es otra cosa que el atributo de la omnipresencia de Dios deformado en un dispositivo panóptico. En el “no-ver” radica gran parte de la santidad del creyente, por eso no hay que ir al cine, ni a los puestos de revistas. Los museos importan menos porque, después de los 30, entender lo que exhiben allí es más difícil. Tampoco hay que estar en contacto con los contenidos sexuales de las series televisivas, de Netflix, de las telenovelas, de la publicidad, o del Internet, porque alborotan la hormona. ¿No sería más fácil sacarse los ojos?

Sí ver

La manera más sencilla de justificar esta posición está en partir del presupuesto liberal de la responsabilidad y libertad del individuo. Cuando éste se combina con teologías que exorcizan los “sentimientos de culpa” y recuerdan que la aversión al cuerpo es una herencia del (neo)platonismo el antídoto está listo y no queda más que consumirlo para poder disfrutar de la contemplación onanista de cuerpos desnudos. Esto en el extremo más ciego. Una posición más meditada y seria toma en cuenta los discursos que respaldan la práctica artística en cuestión y los que se desprenden de ella. Pero esto requiere horas de lectura y reflexión. En tiempos del fast-food y de las licenciaturas en dos años hay cada vez menos personas dispuestas a ello.

Pongamos algunos ejemplos.

Uno: pornografía y pospornografía

Las razones para no ver pornografía son muchas aunque poco han cambiado desde que comenzaron a esgrimirse: que puede llevar a cometer actos de abuso y violación sexual, que alienta la masturbación y las relaciones sexuales prematrimoniales, que mina la estabilidad del matrimonio, que degrada a la mujer y acaba por destruir al espectador/consumidor (hay otras razones filosóficas, políticas y teológicas que por lo general las iglesias ignoran y, por ende, no utilizan; de hacerlo, realmente el debate se enriquecería y superaría el aburrido escollo en el que está atorado). Me interesa aquí la pornografía porque en años recientes ha estrechado su relación con el arte al ser legitimada desde varios sectores como algunos feminismos y algunos movimientos queer que defienden un uso político y artístico tanto del cuerpo desnudo como de la imagen pornográfica. Porque la pornografía no sólo es un cuerpo desnudo sino un cuerpo desnudo en movimiento, de ahí la ofensa que provoca a varios sectores (los desnudos clásicos e impresionistas se toleran quizá porque poseen ya un estatus canónico aunque claro que se preferirá la “Olympia” (1863) de Manet a “El origen del mundo” (1866) de Courbet. Al oponerse, por ejemplo, al pornofeminismo, habría que repensar si en realidad de lo que se está en contra es del feminismo y no sólo de la pornografía. Pero los que defienden estos productos y obras tampoco deberían ignorar las críticas serias provenientes de otros feminismos o de la misma historia del arte. El ensimismamiento obstruye el diálogo y lo que se odia demasiado es imposible de entender.

Dos: Cine de arte y series televisivas

De adolescente, mi madre me decía que el cine de arte (y con ello englobaba a películas en su mayoría europeas y producidas por estudios independientes) no debía verse porque aparecían muchos cuerpos desnudos y escenas de sexo. Luego supe que en parte era cierto pero no había razón para alarmarse. ¿O sí? Hay un cine que se separa por completo de la pornografía por su burdo argumento y su impericia técnica pero que incluye deliberadamente, y por razones de peso narrativo y dramático, cuerpos desnudos en movimiento. En ocasiones, en violentos movimientos. La exploración del erotismo en todas sus formas o una crítica a las relaciones de poder manifestadas en la vida sexual y amorosa suelen ser algunas de las razones que encontramos en películas tan disímiles como “El jardín de los sentidos” (1976) de Oshima, “Ninfomaníaca” (2013) de Lars Von Trier o “Love” (2015) de Gaspar Noé. Recientemente, el mercado de las series de televisión se ha “abierto” incluyendo cada vez mayor contenido sexual y mayor cantidad de cuerpos desnudos como ha ocurrido en “Orange is the new black” (2013-), “Juego de tronos” (2011-) o “The girlfriend experience” (2016). ¿Estos contenidos son convenientes para las y los espectadores cristianos o sólo los deberían ver mayores de edad y maduros en la fe? ¿Su valor artístico justifica su consumo? ¿Debe moralizarse una obra de arte? ¿O la solución es censurarlos a la manera políticamente correcta de Instagram (con un cuadrito negro en los pezones y distorsión en los genitales)?

Tres: Performances y artes corporales

En México hay padres de familia dentro de las iglesias que entran en estado catatónico cuando escuchan que su hija/hijo quiere ser artista y entrar a la Facultad de Artes para estudiar danza, teatro o artes plásticas. No sólo por el prejuicio de que será imposible obtener ingresos suficientes cuando egresen sino porque creen ciegamente que un artista no se atiene a ningún tipo de moral cuando realiza sus obras. Precisamente el performance y el body art surgió en parte como una crítica al comportamiento hipócrita de los promotores de una moral conservadora y de tufo victoriano. El hecho de que ese primer impulso haya sido o no cooptado e institucionalizado por el buen gusto es harina de otro costal. Cabe destacar, sí, que el cuerpo se ha convertido en un instrumento artístico bastante útil y socorrido en los últimos 50 años y que, ante su constante exhibición, no podemos simplemente ignorarlo/condenarlo como comúnmente ocurre en las iglesias.

Algunas conclusiones

Hay todavía una distancia muy grande entre el arte contemporáneo y las iglesias. Tampoco hay mucha voluntad de ambas partes por acortar ese trecho. En vez de ello, han surgido productos dirigidos especialmente a ese público cristiano reticente a “lo contemporáneo”: cine para cristianos, música para cristianos, moda para cristianos. El temor al arte nace no sólo del desconocimiento del arte en sí, sino que se nutre de otros temores de naturaleza apocalíptica, en términos de Umberto Eco: el temor a lo nuevo, por ejemplo. Por eso, solamente las obras clásicas que contienen desnudos se toleran. Asimismo, en el mundo evangélico sigue primando lo escrito sobre lo visual, de ahí que leer una obra donde se describen desnudos sea menos penado que ver una película con desnudos. También, la reticencia al cuerpo desnudo viene aparejada de la resistencia al placer en sí mismo y de la desconfianza en general que se tiene de la “carne”, asociada comúnmente al pecado. No obstante, parece haber hoy día una resignación (ojalá fuese kierkegaardiana) a los contenidos sexuales en el cine y la televisión y un acostumbramiento a la presencia del cuerpo desnudo debido a su trivialización al ser convertido en mercancía. Eso también es urgente combatirlo. Hay que aprender a distinguir entre la ética y la moral; entre lo político y la política; y de modo más sutil, a separar la vanidad de la celebración; el berrinche, de la crítica; y el capricho, de la provocación. Quizá sólo así estaremos enfrentando al enemigo correcto.

Sobre el autor:

Samuel Lagunas, es mexicano. Vive en Querétaro con Ruth. Ha publicado tres libros de poesía y un libro de cuentos para niños en colaboración con Keila Ochoa Harris y Susana Sánchez. Actualmente estudia una Maestría en Estudios Latinoamericanos en la UNAM y pasa el tiempo viendo películas y escribiendo sobre ellas para medios digitales e impresos. Ha hecho diplomados en Biblia y Teología en la Comunidad Teológica de México, el Instituto Bíblica Virtual y la Universidad Bíblica Latinoamericana.


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