El Pacto de Lausana, emitido por el Congreso Internacional sobre Evangelización Mundial que se realizó en Lausana (Suiza) en julio de 1974 pasará a la historia como uno de los documentos cristianos más importantes de nuestro siglo. En solo 2.700 palabras, coloca a la evangelización dentro del amplio contexto de la naturaleza del evangelio y de la vida y misión de la iglesia. Aunque no deja de lado los temas que se encontrarían en cualquier presentación tradicional de la evangelización (v. gr., la inspiración, autenticidad y autoridad de las Escrituras; la singularidad y universalidad de Cristo; la necesidad de la entrega personal a Cristo para la salvación; la prioridad de la evangelización y la necesidad de la instrucción cristiana), va mucho más allá y muestra que la evangelización bíblica es inseparable de la responsabilidad social y política, el discipulado cristiano y la unidad de la Iglesia.
De manera notoria, en primer lugar, el Pacto elimina la dicotomía entre la evangelización y la responsabilidad social y política. Nadie puede pretender que la preocupación social y política haya sido un nuevo descubrimiento de los evangélicos en Lausana. El hecho es, sin embargo, que la responsabilidad social de los cristianos (fundamentada en la doctrina de Dios, la doctrina del hombre, la doctrina de la salvación y la doctrina del Reino) recibe en el Pacto un lugar de prominencia que a duras penas podría considerarse característico de las declaraciones evangélicas. Por supuesto, se dice lo suficiente sobre el tema como para aclarar que la posición adoptada es muy diferente de aquélla en que se reduce la salvación a la liberación sociopolítica y económica. Sin embargo, el reconocimiento de que los cristianos deben compartir la preocupación de Dios “por la justicia y la reconciliación en toda la sociedad humana y por la liberación de los hombres de toda clase de opresión”, y de que “la evangelización y la acción social y política son parte integral de nuestro deber cristiano” (Sección 5) no deja lugar a un concepto unilateral de la misión de la iglesia basado en un divorcio antibíblico entre la proclamación (kerygma) y el servicio (diakonia).
En segundo lugar, el Pacto elimina la dicotomía entre la evangelización y el discipulado cristiano. Obviamente, la edificación cristiana no promueve la evangelización automáticamente. El asunto, sin embargo, es si se puede evangelizar bíblicamente sin hacer un llamado al discipulado y sin preocuparse por todo el consejo de Dios. El Pacto no deja dudas al respecto. Al definir la naturaleza de la evangelización afirma que “al hacer la invitación del evangelio, no tenemos libertad de ocultar o rebajar el costo del discipulado” (Sección 4). Además, lamenta la búsqueda del crecimiento de la Iglesia a expensas de la profundidad de la misma, y el divorcio entre la evangelización y la edificación cristiana (Sección 11). Así, es claro en el Pacto que la conversión es inseparable del discipulado y que el discipulado envuelve un cambio radical en el estilo de vida, Da por sentado que los cristianos tienen la obligación de ilustrar la validez de su mensaje con sus propias vidas, afirma que “una iglesia que predica la cruz debe estar ella misma marcada por la cruz” y advierte que la Iglesia “se convierte en una piedra de tropiezo para la evangelización cuando traiciona al evangelio o carece de una fe viva en Dios, un genuino amor a los hombres, o una esmerada honradez en todas las cosas, incluyendo la promoción y las finanzas” (Sección 6). No deja base alguna para una evangelización en la cual el fin justifica los medios. Más aun, expresa el firme propósito por parte de quienes viven en situaciones de afluencia de “desarrollar un estilo de vida sencillo a fin de contribuir más generosamente tanto a la ayuda material como a la evangelización (Sección 9), propósito que fue posteriormente elaborado en el Compromiso evangélico con un estilo de vida sencillo (ver. p. 42). Quienes firmaron el Pacto tomaron así posición contra todo intento de separar la evangelización de la edificación cristiana, la proclamación (kerygma) de la enseñanza (didaque).
Finalmente, el Pacto elimina la dicotomía entre la evangelización y la unidad cristiana. En contraste con aquéllos que concentran su atención en la unidad y descuidan la evangelización, afirma correctamente que “la unidad organizacional puede tomar muchas formas y no necesariamente sirve a la causa de la evangelización” (Sección 7). Sin embargo, afirma también que “la evangelización además nos invita a la unidad, puesto que la unidad fortalece nuestro testimonio, así como nuestra falta de unidad menoscaba nuestro evangelio de reconciliación” (ibíd.), A la luz de tal aseveración no se puede pretender que la unidad, según se la contempla en el Pacto, no es nada más que “una buena cosa” que puede o no ser una preocupación nuestra, ya que la cooperación no necesariamente fomenta la evangelización. El Pacto supera la mera concesión de la importancia de la unidad cristiana: pone en relieve la imposibilidad de separar la evangelización de la unidad de la iglesia, la proclamación (kerygma) de la comunión (koinonia).
El Pacto de Lausana no es mucho más que un detallado bosquejo para una teología evangélica de la misión. Menciona un sinnúmero de asuntos que definen la agenda para la reflexión teológica en los años que siguen y deja sentadas las bases para una evangelización integral en, que la proclamación está indisolublemente unida a la responsabilidad social y política, el discipulado y la unidad de la iglesia.
Sobre el autor:
C. René Padilla es ecuatoriano, doctorado (PhD) en Nuevo Testamento por la Universidad de Manchester, fue Secretario General para América Latina de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos y, posteriormente, de la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL). Ha dado conferencias y enseñado en seminarios y universidades en diferentes países de América Latina y alrededor del mundo. Actualmente es Presidente Honorario de la Fundación Kairós, en Buenos Aires, y coordinador de Ediciones Kairós.
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